sábado, 25 de mayo de 2019

MUCAIN El museo de la Carrera de Indias



Cádiz, inauguración del nuevo y brillante museo, en un futuro cercano…

Autoridades de medio mundo habían llegado a la preciosa ciudad española para lo que se había convertido en un evento global. Tras el discurso de bienvenida del alcalde de la villa, los mandatarios de los países hermanos, se pusieron en pie para aplaudir al presidente de la nación, que se dirigía sonriente a la tribuna. En frente, delante de la inmensa explanada del ultramoderno y flamante museo, se amontonaban decenas de miles de personas para contemplar con sus propios ojos el excepcional evento. Todos se sentían coprotagonistas de aquel acontecimiento inusitado, con la intensa emoción del que sabe estar viviendo un momento histórico. Sin embargo, pocos de los presentes podrían haber creído unos años antes, que lo que comenzó con un simple hastagh en las redes sociales, lograría erigirse en la realidad de la que ahora eran todos testigos. En los últimos tiempos, esas redes sociales habían conseguido cosas increíbles, pero nunca hacer realidad un sueño y ese día, miles de ojos lo contemplaban absortos en directo y millones a través de esas mismas redes.
«Dronicópteros» de varios tamaños de la Policía Nacional y de la Guardia Civil controlaban todo el espacio aéreo y sobrevolaban la enorme explanada, para yugular cualquier amenaza. La tormenta de aplausos arreciaba mientras el mandatario se posicionaba ante la tribuna de oradores.
–Señores jefes de Estado y de gobierno, señoras y señores: les doy la bienvenida a nuestra amada y hermosa ciudad de Cádiz. –Los entusiastas aplausos de los gaditanos, obvia mayoría entre la multitud y los más apasionados de los pasionales andaluces, interrumpieron el discurso.
Cuando las palmas cesaron, las palabras volvieron a retumbar por la perfecta megafonía. –Esta maravillosa ciudad de Cádiz ha vivido no pocas vicisitudes, sus gentes vieron pasar por aquí a fenicios, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, visigodos, bizantinos, árabes... Sus muros, los mismos que vieron salir y llegar flotas cargadas de mercancías y tesoros, resistieron a la tiranía de Napoleón y vieron el nacimiento de la primera constitución de nuestro país. Cádiz fue pionera en muchas y grandes cosas y hoy lo es de nuevo, con esta maravilla que tengo a mis espaldas.
Los aplausos del pueblo cortaron de nuevo la palabra del político, quien tras unos instantes, la retomó.
–Permítanme que me dirija ahora a las buenas gentes de Cádiz. En un tiempo récord, con una ejecución y gestión impecables, se ha levantado gracias a vosotros este hito de la historia, este fantástico edificio para recuperar nuestra memoria y sentirnos orgullosos de ella. Tras de mí, tenéis este sublime museo, vuestro museo ¡Y que desde este mismo momento, queda inaugurado!
Al instante, la famosa patrulla Águila del ejército del aire pasó con estruendo sobre el cielo de Cádiz, proyectando sobre el museo la bandera de España con el humo de sus reactores. El delirio se apoderó de la entregada multitud que aplaudía y gritaba desaforadamente mientras los aviones se perdían hacia la bahía. El mandatario aprovechó para retomar la palabra.
–Aquí pues tenéis al fin vuestro hermoso museo, pero nada de él habría sido posible sin vuestro esfuerzo e ilusión. ¡Un millón de gracias a todos! Y todo eso… –Otra nueva salva de aplausos detuvo las palabras del presidente… –Y todo eso decía, tampoco habría sido posible sin Gadea Núñez de Ayala, creadora y promotora de todo, corazón y detonante de esta maravillosa, de esta extraordinaria e increíble historia.
El gobernante se giró y ahora fue él, quien mirando a una joven, comenzó a aplaudir. Una mujer menuda pero elegante, se levantó de la tribuna de invitados mientras un estruendo de palmas y vítores aclamaban con desatada locura a quien lo había originado todo, a quien lo había desencadenado todo, con tenacidad y tesón. Todos allí lo sabían y ahora se lo agradecían como si en vez de una historiadora, fuese un ídolo del fútbol o una estrella del rock. Caminaba despacio hacia la tribuna, en parte orgullosa, en parte abrumada, en gran parte feliz.
Cuando se situó frente a los drones de las televisiones se hizo el silencio. Todos anhelaban sus palabras, pero entonces todo terminó. Las características sirenas de ataque aéreo lo llenaron todo, lo inundaron todo, demolieron todo…


Madrid, 11 de noviembre de 2010.

…Las características sirenas de ataque aéreo lo llenaron todo, lo inundaron todo, demolieron todo, rompiendo el silencio de la hasta ahora callada habitación.
–¡Joder, Gadea! –se quejó despacio su adormecida compañera de dormitorio–. ¿No puedes poner otra alarma en el puto móvil? ¡La madre que te parió!
La aludida se estiró, desentumeciéndose con ganas y miró su viejo Nokia con los ojos achinados. En la pantalla destellaban intermitentemente las 5:32. Apagó la alarma, se levantó y acarició el pelo de Ainoa.
–¡Buenos días dormilona!
–Joder… –repuso su amiga somnolienta–, me tienes frita con esa alarma.
–A mí me mola ¡No sabes qué sueño he tenido!
–Déjame adivinar. ¿Otra vez el museo ese?
–¡Sí! ¡El de la Carrera de Indias! El cordón umbilical que con sus barcos, mantuvo unidos a los españoles de ambos hemisferios durante siglos. Pero era tan… ¡Real! ¡Me llamaban a mí! ¡Y la gente me aplaudía! ¡Y gritaban mi nombre! ¡Ha sido flipante!
–¡Modesta baja, que sube Gadea!
–Me voy a duchar.
–Anda sí, «Lara Croft», a ver si te despejas y te quitas esas «bobunas» de la cabeza.
Al pasar por el pasillo, la chica vio el resplandor de una pantalla salir por la puerta entreabierta del cuarto de Abel, su otro compañero de piso.
–Buenos días empollona.
–Buenos días friki. –Como de costumbre, Abel había pasado toda la noche al ordenador.
Bajo el agua de la ducha, Gadea planeó mental y meticulosamente su día, visualizando todo lo que iba a hacer a lo largo de él: desayuno, estudiar hasta 10:00, bus, tres horas de clase en la «facu» de Historia, comer, dos horas de estudio más y enésima visita hasta su cierre a las 19:00, a la «biblio» del Museo de América. Si algo tenía bueno la «vieja capital del reino» eran sus museos. Luego vuelta a casa: cena prontito y relax con los compañeros de piso. Qué suerte había tenido con ellos. Ainoa era de Bilbao. Compañera, amiga, confidente, hermana. Un «coquito» que estudiaba Arquitectura en la Politécnica. Hablaba cinco idiomas y le daba tiempo a ir al conservatorio, al gimnasio, ser la delegada de curso y sacar matrículas en una de las universidades más difíciles de España. En definitiva, una máquina. Abel era de Peñerudes, una minúscula parroquia de doscientos habitantes cercana a Oviedo. Estudiaba… por decir algo, en la Escuela de Ingeniería de Sistemas Informáticos, también de la «Poli». Abel era un puñetero genio. Había nacido para los ordenadores y la informática. Tenía su cuarto lleno de cacharros electrónicos, trastos, cables, ordenadores conectados entre ellos y no tocaba un libro. Todo se lo bajaba de la red y tenía un canal en YouTube con cierto éxito, aparte de cuentas en Twitter, Facebook y todo lo demás que oliera a redes sociales.
Los dos eran su antítesis. Ella era el bicho raro, una de letras entre dos de ciencias. «Te pareces al doctor Frankenstein, siempre rebuscando entre los muertos», solía decirle Ainoa–. «Cambia de carrera o te vas a morir de hambre. La Historia es el pasado y no tiene futuro» –decía Abel para picarla. A pesar de ello, llevaban una relación excelente, incluso para ser dos chicas y un chico. Abel parecía… no, Abel estaba, más interesado en sus historias y sus ordenadores, que en ellas o en cualquier otra chica… que ellas supieran. Unos golpes en la puerta sacaron a la muchacha de sus pensamientos.
–¿Te queda mucho? ¡Me estoy meando! –era Abel.



Diputación de Cádiz, 11 de noviembre de 2010.

Las características sirenas de ataque aéreo lo llenaron todo, lo inundaron todo, demolieron todo. La nueva y enorme televisión con pantalla plana de 70 pulgadas, tenía un sonido casi real y ante ella se repantingaba Barnum, viendo un documental de la segunda guerra mundial en el Discovery Channel. Las bombas voladoras alemanas devastaban Londres, mientras los reflectores iluminaban frenéticos la noche en busca de los infernales ingenios nazis. De pronto, la tele se apagó y alguien le quitó los cascos de la cabeza.
–Venga, vámonos Barnum. –A su lado, un hombre de traje, impecablemente vestido, dejaba el mando en una mesita y caminaba hacia la puerta. El susodicho, era un personaje a quien todo el mundo conocía y temía a partes iguales en Cádiz. Era para todos «don Jorge».
Barnum se levantó de un salto y se apresuró a abrirle la puerta.
–Buenos días, don Jorge –dijo la primera persona con quien se cruzaron.
–Buenos días, don Jorge.
–Buen día, don Jorge. –A medida que iban por los pasillos de la Diputación, cada persona que se encontraban saludaba sin dudar al famoso don Jorge.
«Putos hipócritas» pensaba Barnum «los que no le teméis, le envidiáis».
Entre tanto, el coro de saludos continuaba.
–Buenos días, don Jorge. 
–Buenos días, don Jorge…
Jorge del Monte era toda una institución en Cádiz y llevaba más tiempo en la Diputación que cualquiera de los que se cruzaba. Nunca había sido el presidente del organismo, simplemente porque no había querido. Entró de bedel y sin contrato, con solo 16 años en la década de los 80. Medró en muy poco tiempo. Algunos en Cádiz decían que por la afición del presidente de turno por los jovencitos, por las putas o por las drogas, pero no eran tiempos para expresar pensamientos en alta voz. Había cambiado de partido varias veces, según el viento que fuera favorable a sus velas y había tendido una «red de favores» por todo Cádiz y parte de Andalucía al más puro estilo de El Padrino. De hecho, esa película le encantaba, era una de sus favoritas, e incluso él se sentía algunas veces como Marlon Brando interpretando su papel. Es más, en varias ocasiones había iniciado alguna de sus ocultas tramas, de sus sucios chanchullos, con un «le haré una oferta que no rechazará». La mítica frase que utilizaba el padrino en tan famoso filme.
Hacía muchos viajes al cercano paraíso fiscal de Gibraltar, donde ocultaba de la voraz hacienda española los pingües beneficios de sus «negocios». Ni una licencia comercial se daba ni un solo ladrillo se movía ni un permiso se firmaba, sin que Jorge del Monte lo supiera y diera su visto bueno. Políticos, empresarios, militares, curas, jueces, famosos, conocía tantos secretos, tantos asuntos turbios y corruptelas de tanta gente, que si hablara de ello, la provincia de Cádiz temblaría y España entera se espantaría. Por esa razón era intocable, hacía y deshacía, con cabeza, pero a su antojo. Los honrados funcionarios de la Diputación de Cádiz, sus sufridos compañeros, estaban más que hartos de él, de las situaciones que propiciaba, de la mala fama que daba a la institución. Todos en voz baja y en corrillos estaban más que de acuerdo en que la situación era insostenible, pero era tal su poder y su tiranía que, por el momento, no les quedaba otra que resignarse y aguantar, pues cuando alguien expresaba en alto el sentir de la mayoría y se le ponía gallito, el poderoso dirigente tenía otros métodos para hacerse con la situación. Ese método, no era otro que el método Barnum.
Barnum era su confidente, su chófer, su guardaespaldas, su matón, su chico de los recados, su proxeneta e incluso llegado el momento, su camello. Según lo que tocara. Era la única persona en que confiaba completamente. En el pasado había sido expulsado de la Fuerza de Guerra Naval Especial, el grupo de operaciones especiales de la Armada por «desequilibrio mental no apto para la unidad». Jorge del Monte opinaba lo contrario. Barnum era apto para todo. Para todo lo que él necesitaba; eficiencia, disciplina, destreza, polivalencia, cautela y lealtad.
Ya en el garaje de la Diputación, montaron en un discreto Renault Laguna con los cristales tintados.
–Hoy inauguramos el nuevo instituto. Ya sabes. Vamos para allá.
El lugar no distaba mucho de la Diputación, el ínclito don Jorge hojeaba los diarios y miraba por la ventanilla del coche oficial.
–Está bien que las nuevas generaciones vayan a los institutos y aprendan –indicó Barnum mirando por el retrovisor interior a su jefe.
–Sí. Pero que no aprendan mucho, que luego se pasan de listos.
–¿Irá mucha gente?
–¿Al instituto?
–No. A la inauguración.
–Supongo. Pero sobre todo irán los que me interesan. Se quiere construir un nuevo hospital y quiero hablar con varias personas. De hecho, ya he quedado con algunas de ellas.
–¿Empresarios?
–Claro. Mira, aparca ahí con los coches oficiales y espérame aquí, luego te cuento.



Dado en el castillo de San Juan de Ulúa, Veracruz, Virreinato de la Nueva España. A 7 de octubre de 1630 años. Festividad de Nuestra Señora del Rosario.

El susurro del viento entre las palmeras se enamoraba de las olas del mar, que arrullaban con cariño a su amante. En algún lugar cercano, alguien acariciaba con melancolía una guitarra, formando todo ello una agridulce melodía que se colaba por los ventanales de la fortaleza donde, un hombre, tras poner en orden su conciencia y santiguarse, mojaba la pluma en un hermoso tintero de la mejor plata novohispana y después de un profundo suspiro, comenzaba un relato que no sabía cuándo concluiría ni quién o dónde se leería…

Y ya está. Decidido quedo, aunque vive Dios que muy bien no sé el motivo. No lo sé. No sé, digo, por qué me he dado a dejar sobre este blanco mis pensamientos en oscuro. No sé por qué me he lanzado a estas mis palabras tan gruesas y sin primor. Si por personal redención, si por la conciencia limpiar o por solo constancia dejar de mis leales servicios a la Corona y al Reyno, no vaya a ser que «ese», quien en mala hora nació, quien tan mal me quiere y quiere causar mi caída, quisiere desprestigiar mi vida, dar mi fama por los suelos, arruinar mi nombre y el de mi familia, que tanta fama y buen servicio dio a España a lo largo de los siglos. Sé que es osadía dejar su nombre por escrito, mas tal hago sin miedo, pues hasta hoy, el miedo mil veces salvó mi vida y quizá muchas más las de los hombres que sirvieron bajo mi mando. Ese «ese», del que os hablo, no es otro que Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar. Le quito el don porque le sobra, empero quizá os suene más si os lo resumo por la grandeza de España, que sin merecer, posee: el conde duque de Olivares. Y ahora, tras su nombre, el mío, que es de gente mal educada, de pocas luces, e inculta, anteponer el propio de uno. Soy quien soy mas non siempre quien fui, pues poco a poco me forjé, en definitiva, soy Fadrique de Toledo Osorio y Mendoza, hijo de mi padre, el V marqués de Villafranca del Bierzo, don Pedro Álvarez de Toledo Osorio y Colonna, grande de España y a la sazón, capitán general de las galeras de Nápoles, hijo de mi madre, doña Elvira de Mendoza y Mendoza.
Sepan pues vuesas mercedes, que este humilde siervo de Dios y de la iglesia y que lo susodicho suscribe, vio la luz en el año de gracia de mil y quinientos ochenta y ocho, el treinta de Mayo, San Fernando pues para más señas, en la longeva villa de Nápoles. Al contrario que tantos y tantos nobles e hidalgos españoles, que por no tener apellido los recargan para darles brillo y pompa con extraños patronímicos, a mí no me fue tal necesario, pues de cuna me cayeron. No encontraréis por tanto en mi nombre apelativo alguno a la ciudad que me vio nacer y en la que mi padre, con honor, siempre sirvió a su católica majestad Felipe el tercero.
Os preguntaréis quizá, si la curiosidad es vuestra natural condición, qué pinta un descendiente de bercianos, de toledanos y de los poderosos Mendoza, naciendo en Nápoles y escribiendo en Veracruz, en la otra punta de España. Sosegaos. No es otra mi intención que dejarlo bien claro. Y hablando de dejar cosas claras, dije que soy quien soy, mas aún no lo sabéis. Aunque os he hablado de mi linaje y sangre, por mis venas no corre tal rojo humor, sino la salobre agua de la mar, en mi pecho moran las tormentas, mástiles en mis huesos, pólvora en mi aliento y en mi cuerpo, el acero, la metralla… y el fuego de mis cañones. Soy nieto de un Virrey de Sicilia, Cataluña y capitán general de la mar, hijo (como ya sabéis) del capitán general de las galeras de Nápoles, hermano del capitán general de las galeras de España. Vengan aquí y ahora los títulos que me he ganado y que en prez llevo: soy, amén de capitán general de la Armada del Mar Océano, de las Gentes de Guerra del Reyno de Portugal, Caballero de la orden de Santiago y Comendador de Valderricote en la misma orden, Comendador Mayor de Castilla y de la Encomienda de Azuaga y primer Marqués de Villanueva de Valdueza. A mis órdenes se han formado, se forman y se preparan flotas para la guerra. A mi mandato acuden prestas y siempre fieles, las escuadras de todos los rincones de las Españas: la de las Cuatro Villas, la de Vizcaya, la de Guipúzcoa, la de Portugal, la de Tierra Firme, la de Nueva España, la de Aragón, la del Mar Océano, la de Indias… siempre fui ganador del berberisco, azote para el pirata, verdugo del holandés, temor del inglés, espanto del turco y odiado por el francés. En todo momento y lugar, para mayor gloria y honor de la Corona de España, los derroté. Jamás ellos lo hicieron conmigo. Jamás ninguno dellos vio lo que soñaba, arriar de mi capitana la gloriosa cruz de San Andrés. Tuve el infinito honor, perenne gracia que jamás podré pagar, de que el mismísimo Francisco de Quevedo, escritor inmortal, compusiera sobre mí este verso:

Al bastón que le vistes en la mano
Con aspecto Real y floreciente
Obedeció pacífico el Tridente
del verde emperador del océano

    …Y… sin embargo… no. No me obedeció pacífico. Me batí el cobre como bravo en las sus aguas, que pocas dellas me quedaron por surcar. Del Estrecho de Gibraltar al Brasil, de los Países Bajos a Túnez, de los mares de Berbería al Caribe y, no me tomen vuesas mercedes esto como arrogante jactancia sino como vera certeza, siempre vencedor. Así seguían los ripios del titán Quevedo

Fueron oprobio al Belga y Luterano
Sus órdenes, sus Armas y su gente;
Y en su consejo y brazo, felizmente
Venció los Hados el Monarca Hispano.
Lo que en otros perdió la cobardía,
Cobró armado y prudente su denuedo,
Que sin victorias no contó algún día.
Esto fue don Fadrique de Toledo.
Hoy nos da, desatado en sombra fría,
Llanto a los ojos, y al discurso miedo.

Me llamaron «el Alejandro», «el Julio César» de los mares, muchos halagos, gruesas lisonjas para quien solo quiso servir, y servir bien, luchar y luchar bien, sentir, libertar, navegar y… vive Dios, hacerlo bien.





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