Este "finde" tuvimos la oportunidad de viajar en el tiempo, de plantarnos en la época del románico y sentirnos, por un rato, en la piel de un cantero de aquella hermosa a la vez que terrible época.
Para los que tuvimos la suerte de acompañar a Cristina y a Esme, a la Huella Románica y para los que no, os dejo aquí las lecturas que tuve el privilegio de poder leer junto a vosotros. Espero os sirvan de recuerdo a unos y de inspiración a otros.
Voy con la primera sacada de mi libro SEGOVIA PARA CURIOSOS:
Mil e çiento veinte veces había rodeado el astro rey a la tierra cuando
nos llegó la noticia: El hijo de un viejo amigo de nuestro padre regía agora en
la diócesis de un ignoto lugar, al sur de los montes Pirineos. La tierra había çido
hacía años reconquistada a los sarracenos por los reyes de Castilla et de León
e había menester de repoblarla, pues por lo que contaban, era tan pobre, que
aun de almas carescía. Nos prometían muxos tiempos de trabajo seguro e de
vivienda con corral, a expensas de la yglesia. A cambio, mis saberes e mis
manos en la labor e oficio de la cantería e mayormente de la escultura. Ninguno
de mis hermanos quiso seguirnos, de modo que tomé ferramienta, muxer, e familia,
et hacia allá marchamos. Tras sortear los peligros de la tierra, en duro e penaroso
viaje que duró más de dos años, nos presentamos, al fin con bien, mi muxer e
mis hijos en aquel rudo lugar. A lo largo de aquellos dos años trabajamos aquí
et allá, buscándonos sustento cual bien pudimos. Unas veces viajando con los
peregrinos que se dirigían a Compostela, otras con partidas de viajeros que
abandonaban una villa en postre de otra, arribamos como digo hasta aquella
frontera de la cristiandad, hasta aquella Extremadura castellana, hasta aquella
áspera villa de gélidos inviernos, e desérticos veranos llamada… Segovia.
Pongamos que mi nombre es Didacus.
Mi historia e vida es una más de las de cientos, de miles a buen seguro de
francos, que dexamos nuestra patria en pos de otra mexor para los nuestro
hijos. Dejé yo para siempre mi Aquitania natal, tras aquella “llamada” del franco
et Excelentísimo e Reverendísimo Señor don Pedro de Agen, obispo de Segovia,
que con ayuda del también franco Raimundo de Borgoña, a duras penas repoblaban
aquestas tierras con cristianos, pues de sarracenos et hebreos non carescían.
Muxo placióme trabajar en las obras de la yglesia de San Martín. En
primer lugar, por la advocación del tal santo, tan querido por nosotros los
francos. Venga agora la primera de las curiosidades que os voy a describir a lo
largo de aqueste documento:
¿Conoscéis por fortuna el origen de la palabra capilla? Si sí, disculpad
mi impertinencia en contarla e si non, prestad oídos a la historia pues harto
curiosa es: Siempre se representa a San Martín a caballo, cortando la mitad de la
su capa et entregándosela a un mendigo, que estaba aterido de frío. Diole la
mitad, pues era él un soldado romano, e la capa pertenecía a iguales partes al
legionario et al emperador. Por ello non diole toda entera al mendigo. Aquesta
media capa fue milagrosamente hallada años después, e fue una preciadísima
reliquia perteneciente al tesoro real de los reyes francos, Carlomagno
incluido. Entre otras cosas la portaban como talismán en las batallas, et el
oratorio en que tan valiosa reliquia se custodiaba, comenzó a ser por todos
llamado la “capella”, diminutivo en latín de capa. De ahí proviene la actual
palabra “capilla”.
Fueron aquellos primeros años en Castilla duros, de muxo e buen trabajo,
en que nuestros golpeteos en la piedra, así como estruendos en el manejo de la
roca para robarla esquirlas, e dotarla de alma, gruesamente molestaba a una
comunidad de silenciosos monjes copistas, pues laboraban casi día e noche en
una escuela de escribas. Era aquesto un “Scriptorium”,
que se encontraba cabe la yglesia.
Voy a ir acabando ya mis
relatos. A diferencia de otros canteros et escultores, tuve la fortuna de ver
terminada la yglesia, salvo el pórtico que se puso después como mencioné. Cuando
la vimos así concluida, nos abrazamos, rezamos et he de confesar que yo, allí,
lloré abrazado a mi mujer, a mis hijos… et a mis nietos. Era un anciano. Dicen
que los ancianos se hacen un poco como los niños. Solo Dios Nuestro Señor sabe
si por ello, mi mente me trajo entonces escenas ocurridas cuando aqueste
anciano, non era más que aprendiz infante, e por última vez, pido
vuestra paciente venia para remembrarlas junto a vos. Como siempre otorgó quien
calló, tomo por un sí vuestro silencio. Et agradecido, doy paso a los
recuerdos:
En un pueblo de la lejana Aquitania, un pequeño miraba a su maestro desde
abajo. En todos los sentidos. A un maestro que fue de oficio e de vida, por ser
dicho maestro el padre de uno:
-¿Qué pasa hijo? Vamos, golpea despacio, el trazo está fecho en la piedra.
-Tengo miedo padre. –Mi padre rió suavemente, me miró a mí e luego miró
la piedra. Teatralmente diola la vuelta, miróla e remiróla, de abajo a arriba.
-Miedo. ¿De una piedra? La he examinado minuciosamente, como has visto, e
te aseguro Didacus, que non te va a facer daño alguno.
Su comprensión relajó un poco la presión que me oprimía. –Non ese tipo de
miedo, padre, tengo miedo… de mal facerlo, de errar, de equivocarme.
-Non te equivocarás. Adelante, golpea –invitóme de nuevo con abierta
palma. Mas non estaba yo muy seguro de bien facerlo, e creía que golpearía mal,
o la rompería, o qué sé yo. La congoja me atenazaba. –Solo ve golpeando
despacio por los trazos. Non te equivocarás –repitió con paciencia.
-Disculpadme padre mas, pienso… pienso que es fácil decirlo con vuestra gruesa
experiencia, para mí sin embargo…
-Hijo–, cortóme él entonces –cuando seas un anciano como yo, comprenderás
lo que la experiencia es. Non se trata de acumular años, ni vivencias, ni
éxitos. Se trata tan solo de acumular errores.
-¿Cómo errores? –respondí incrédulo.
-Errores, sí. Eso, e non otra cosa es la experiencia. Una suma de grandes
o pequeños desastres, de los que con mayor o menor daño hemos de aprender. Eso,
querido hijo mío, eso, es la experiencia. Aquestas manos que tú ves, aquesta
cabeza que sujetan mis hombros, mas sobre todo e por encima de todo, aquesta
voz e aquesta boca que te parla, han cometido una suma sin cuento de desatinos.
Algunos chicos, otros mayores e otros… –mi padre detuvo aquí su discurso, tomó
leve aliento e mirando a algún perdido lugar de su recuerdo recuperó,
costosamente verba… –e otros, Dios me perdone –dijo santiguándose –, mayores
que la cúpula celeste que un día albergará mi alma pecadora. –A sus palabras
muertas siguió un breve silencio. Agora él me miraba… mas sin facerlo, e yo lo
miraba a él con admiración, con humildad, con respeto. Exhaló el aire que
anteriormente había tomado, e que parecía haber quedado a morar en sus cansados
pulmones et el hálito dibujó una suave sonrisa de medio lado, la cual recolocó
su mirada, aquesta vez sí, sobre mi persona.
-Non hay que tener miedo a equivocarse, Didacus, hay que tener miedo,
terror, a non saber equivocarse, a non saber tomar lo bueno de lo malo, a non
sacar de cada error una lección de por vida. De cada quien depende el arte de
observarse, el volver sobre los errores e de repasarlos minuciosamente. El
maestro en su oficio, lo suele ser también en la vida. La diferencia del
maestro sobre el que nunca llegará a serlo consiste en aquesto, hijo, en tener
la fortuna de caer en el oficio para el que estamos dotados et en aprender de
todos los fallos que cometemos al desempeñarlo. Así de simple. Así de complejo.
Non daba crédito a sus palabras. –Mas vos, padre, non cometéis errores.
Os veo tallar la piedra… a veces casi, ¡sin mirarla! Vuestras manos esculpen
solas, sin errores –respondí incrédulo aún.
-Ja, ja, ja, ¡sin errores! Ja, ja, ¡sin errores ante a tus ojos de
aprendiz! hijo, desde luego que los cometo, e los cometeré hasta el día en que
muera, de hecho, ese, ese, será mi último error. Ja, ja, ja, ja… –E rióse de su
propia muerte como quien ríe de tontuna ajena. E siguió así luengo rato, a
carcajada sincera e limpia cual si pronunciar de aquesta guisa, tan triste e
postrimero momento, fuere la más jocosa de las chanzas –…ja, ja, ja, mi último
error, ja, ja ja, el último, el último ja, ja, ja –finalmente la risa fue
remitiendo e volvió a la razonable parla–, ja, ja, ay, ja, ja, ja ay… ay… e
tampoco olvides aquesto, hijo, pues es algo que siempre has hacer; sonreír, hay
que sonreír, reír, reírte de ti mesmo, sin perderte respeto. De modo que non,
Didacus hijo mío, non tengas miedo alguno a equivocarte. Ten miedo a lo que
hagas, non a lo que non hagas. ¿Entendido?
-Entendido padre.
Él me sonrió de nuevo, e con su diestra abierta me señaló la piedra otra
vez. –Adelante pues. ¡Golpea!
E yo golpeé. Al sonido metálico siguió el vuelo de la esquirla de piedra,
limpia, e sin yerros, et a aquel golpe siguieron çientos, et a los çientos miles,
millones quizá a lo largo de una vida, et a lo largo della, traté de enseñar a
mis hijos cual mi padre conmigo fizo. Traté de cincelar sus corazones para que
fueren buenos escultores, e mexores aún personas.
Nosotros, los maestros canteros e los maestros escultores construimos
las moradas de Dios por toda la tierra, de algo muerto e sin existencia como es
la piedra, ficimos nacer el movimiento, la expresión, la vida. Acá leones et
aves, allá grifos et esfinges, acá sirenas e dragones, allá basiliscos et
animales, allá guerreros et acróbatas. Hora escenas de la vida de Nuestro
Señor, hora de las vidas de obispos e reyes. Dimos vida a lo inerte, animamos
lo inanimado para que hoy, siglos después cuando alguien sigue mirando un
capitel, un canecillo, un sillar con nuestras marcas de cantero, siga
recibiendo un mensaje, el mensaje de la piedra, nuestro mensaje. Nuestro
legado.
Tras esta lectura hablamos un poquillo sobre los canteros medievales y sus obras, hablamos también sobre la pintura... cualquier hombre medieval que viera ahora sus iglesias con sus muros desnudos se espantaría. Lo que ellos verían sería algo parecido a esta proyección con laser en Santa María la Grande de Poitiers
A continuación os dejo aquí el fragmento que leí de EL HIJO DEL HERRADOR, que ahonda, además del trabajo de los canteros, en el de la posterior pintura de su obra:
El primer día no
habíamos reparado en ella cuando la cruzamos para salir de la catedral. Tampoco
el ulterior día, cuando entramos para
celebrar la noche de Dios en la misa del gallo, pues se hallaba oculta en la
oscuridad. Mas en aquesta mañana, de la
Natividad de Nuestro Señor del año de gracia de mil ciento y noventa y ocho,
nuestros incrédulos ojos daban fe de lo que las manos de hombres prodigiosos,
sabiamente guiadas, son capaces de labrar. Habíamos decidido ir a rezar ante la
tumba del Apóstol y asistir a la misa de Navidad antes de adquirir el ave. Caía
una suave lluvia y hablábamos animadamente, cuando a más de cien pasos
contemplamos su colorido. Se veía claramente por encima de las techumbres de
los chamizos, do los obradores que aun trabajan en la catedral, habían moradas
y talleres. Recorrimos el laberinto de aquellas embarradas calles, subimos las
escaleras que conducían a la puerta occidental de la catedral y cuando ante
ella estuvimos y nuestras miradas alzamos, nuestras bocas se abrieron mostrando
nuestro pasmo, empequeñecidos por el fruto de los maestros que la alumbraron.
La gran puerta central se dividía en dos mediante una columna llena de hermosas
tallas sobre la cual columna descansaba sentado, tranquilo, Nuestro Padre
Santiago. Asía un báculo en su izquierda y un pergamino en la diestra, el cual
pergamino caía desenrollado hasta su espinilla. Por completo ignoro lo qué
rezaba en su escritura, pues tal cantidad había de detalles y figuras en aquel
pórtico talladas que sería harto imposible describirlas a todas.
Sobre la corona dorada de
Santiago (que estaba llena de piedras preciosas) y en el centro mesmo de un
grande arco, se hallaba mostrando sus llagas, de las que manaba bermeja sangre,
Jesucristo Todopoderoso. Y aquesta palabra no está al azar dejada, pues lo que
esa imagen, que es la más grande de todas, muestra, es poder. Poder y majestad,
y estaba de tal guisa esculpido que parecía querer salirse del tímpano,
sobrevolando nuestras cabezas desde la nube alba do se hallaba. Sus blancas
vestiduras casi aturdían con su brillo y contrastaban con las azules, púrpuras,
verdes y oro de los cuatro evangelistas que reposadamente escribían la Palabra
de Dios, cada uno sobre su símbolo y que flanquean al Salvador.
Mas luego a su diestra, del
tamaño mesmo de los evangelistas se hallaban cuatro ángeles rubios con la
columna do Cristo fue fustigado, la cruz do fue clavado y los clavos con lo que
lo ficieron. Al otro lado, otros cuatro ángeles, también rubios, de doradas
alas y celestes vestidos, portan la lanza de Longinos, un pergamino con la
sentencia de Cristo y la jarra con la que Pilatos lavose las manos, la caña con
la esponja y otro pergamino que, aqueste si, reza INRI.
Sobre los ángeles se
hallaban decenas y decenas de pequeñas figuras, todas ellas diferentes en
colores y formas y las cuales pensaba yo pudieren ser las doce tribus de Israel
y las incontables turbas celestiales. Y sobretodo aquesto que ya he dicho, se
hallaban en semicírculo dispuestos cerrando el arco en abanico las
deslumbrantes tallas de los veinte y cuatro ancianos del Apocalipsis faciendo
sus músicas, tocando arpas, cítaras y salterios, incluso dos de ellos tocan
entrambos una de esas enormes zanfonas.
Aparte de aqueste enorme y
maravilloso arco, a los dos laterales, hay otros dos arcos menores, también
repletos de coloridas figuras, separados y sostenidos por columnas talladas con
flores y colmadas de estatuas. Y allí nos hallábamos quedos nosotros, con el
aliento cortado, la mirada atónita y hasta el mesmo alma sobrecogida, pues lo
que difiere de todas las demás que yo haya contemplado y lo que maravilla en
aquesta fachada, son los rostros, los gestos, las posturas, las miradas, los
vivísimos colores... No miento, juro que no miento si digo que aquella fachada
estaba viva. Las figuras que la poblaban en tan gruesa número y armoniosa
concentración, ¡parecían estar vivas! Conversaban y cantaban, se miraban y
reían, se contaban secretos de los cuales todos parecían ser sabedores
cómplices, susurrando ante nosotros, para no ser escuchados, si, estaban vivas,
ellas allí dentro estaban vivas y hacían sentirse vivo a quien las contemplaba,
seguro de si mesmo y respaldado por Dios Nuestro Señor, pues ¿quién sino el
mesmo Dios habría guiado las manos de los canteros que dieron vida a aquellas piedras?
Espero que os haya gustado esta entrada y que os sirva, para que cuando volváis a poneros delante de una iglesia románica os acordéis un poquito de los hombres que las hicieron posibles...
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