Corre el año de gracia de 1713 y la guerra, al fin, ha terminado. La “sucesión” ha concluido y millones de almas en cuatro continentes ya tienen su nuevo rey. Para ello han servido estos trece últimos años…Trece, nefanda cifra trece, que el diablo maldiga.
A solis ortu usque ad ocasum, reza ahora en su escudo, y así es como han combatido, penado, sufrido y trabajado los españoles, para procurarle al francés Felipe V de Borbón, su nuevo reino; desde la salida del sol, hasta el ocaso.
Tras el humillante tratado de Utrech recientemente firmado, se puede decir que España ha perdido e Inglaterra, la odiada y pérfida Albión, ha ganado. Se ha perdido honra, se han perdido derechos comerciales, se han perdido Flandes, Sicilia, Milán, Cerdeña… incluso Gibraltar y Menorca, se han perdido. Mas decenas de miles de nombres faltan en esta lista. Los de los hijos que las madres han perdido combatiendo en la vieja y cansada Piel de Toro, los de las esposas que han perdido a sus maridos en Alemania, en Italia, en Flandes, en América del Norte… los de los valientes que han devorado los mares…
La tierra, exhausta y castigada por la guerra, aún mana sangre, aún supura dolor, aún arde despacio y en las montañas, aún resuenan los ecos de los fusiles, los gritos de los cañones… mas poco a poco eso parará. Pues la paz ha llegado.
Felipe V ha visto ya treinta veranos y también está cansado. Desde siempre sufre una extraña enfermedad que sus médicos llaman “vapores melancólicos”. Cae en episodios de depresión en los que pasa de la más arrebatadora euforia al más pasmoso decaimiento. Busca el solaz del que no ha disfrutado ni un solo segundo desde que ascendiera al disputado y envenenado trono español, hace trece terribles años. Trece años a pesar de la guerra, de reformas, de leyes, de despachos, de decretos y por supuesto, de combates. Ahora ha llegado el merecido descanso y el rey cabalga hacia uno de los tradicionales cazaderos de los reyes españoles; la Casa del Bosque del Valsaín… mas ni siquiera aquí hallará el nieto del Rey Sol el descanso que ansía. Tras los largos y duros años de la guerra y tras el incendio que asoló el palacio en 1682, el cazadero ha sido abandonado por los cuidadores de la Casa Real. Cual si reyes de Castilla fueren, los lobos han hecho del otrora mimado cazadero, su propio cazadero; su morada. Su voracidad, incluso, les ha llevado a acercarse a la comitiva real y la guardia ha abierto fuego contra ellos.
En lo que queda de las castigadas salas del palacio Felipe está furioso, grita, insulta, golpea muebles con puños y pies. Cabezas gachas. Nadie quiere importunar al impetuoso rey. Ni siquiera su mano derecha, el Secretario de Estado José Patiño y Rosales, osa interponerse entre el rey y su furia. El acento francés del rey ha desaparecido y Felipe jura más y casi mejor que un arriero guipuzcoano.
-¡Quiero cazar! ¡Cazar! ¡¿Tan difícil es?! –Ojos en el suelo, silencio – ¡¡Responded cojones!! –Sí. Definitivamente el rey ha aprendido bien el vocabulario de su nueva patria.
-Entended majestad que las prioridades del reino y la guerra han hecho que estas tierras se abandonen.
-¡Que quiero cazar! Secretario de Estado. Quiero ¡¡Cazar!! Y, mi, cazadero está lleno de lobos que se comen, mis, venados y matan a, mis, jabalíes.
-Quizá su majestad podría cazar a los lobos. Son animales fieros y nobles. –Propuso entonces Julio Alberoni otro de sus cortesanos. –Los antiguos reyes persas cazaban leones por ser el más feroz de los animales –El rey le miró con fuego en los ojos y este sintió de golpe que todos los músculos de su cuerpo se contraían cual si quisiere hacerse pequeño e incluso absorber las palabras que había dicho. La boca, ella sola se le cerró y sus labios, ellos solos se apretaron, para no permitir salir verba alguna.
-Matar, lobos. ¿decís? Don Julio ¿Acaso sugerís, que el rey de España y de las Indias torne en vulgar… lobero? ¡¡¿Acaso lo sugerís?!! –chilló de nuevo, mientras el otro, sin alzar la vista para que su furioso señor no viere que tenía los ojos cerrados, negó con la cabeza.
Al ver que entre tantos secretarios y obispos ministros y cardenales, grandes de España y demás gentes ilustres y principales nadie allí hablaba, él se atrevió a hacerlo. Su voz se escuchó desde el fondo de la sala por encima de todas las pelucas y las lujosas casacas. –Si lo ordenáis, majestad, mis hombres limpiarán de lobos estos bosques en un Amén. –Las cabezas se giraron y un pasillo de cuerpos se abrió entre el rey y el capitán de caballería de su guardia real. –Luego podemos capturar venados y jabalíes en otros lugares y repoblar de nuevo estos.
-Excelente idea capitán y lógica por otra parte. Solo que en ella habéis mencionado un “luego” cuando lo que yo pido es un ahora.
El capitán de caballería carraspeó, inquieto, mas él era un soldado. El valor era su credo. –Vos mismo lo habéis contemplado, majestad. Esto está infectado de lobos. No habrá caza. Ahora no puede ser.
El capitán había contradicho al rey y el silencio cayó a plomo en la estancia. Ni el viento se escuchaba y hasta los alientos mismos se tensaron escuchando cada quién sus propios latidos. Las expectantes miradas fueron hacia Felipe V. Todos temían su aterradora reacción… la cual no aconteció.
-Retiraos. Todos.
A la mañana siguiente se encontró un cadáver flotando en una poza del río Eresma, cerca de un puente que conducía a la Casa del Bosque. Los soldados lo sacaron y reconocieron con terror el rostro de su propio capitán. Le habían cosido los labios, cortado el cuello de lado a lado y su valeroso pecho se hallaba horriblemente lacerado. Quien fuere, se lo había rajado escribiendo un truculento mensaje; Hic et nunc; aquí y ahora.
El revuelo que tal suceso ocasionó, conmocionó a la pequeña aldea de Valsaín y a toda la comitiva real, que se aposentaba en lo que quedaba del otrora espléndido palacio. Cual no podía ser de otra guisa, las sospechas del asesinato recayeron directamente sobre el joven monarca quien ordenó situar guardias en todos los caminos con la orden expresa de no dejar a nadie entrar ni salir de Valsaín y de no contar, bajo pena de muerte, lo que allí había acontecido. Tras la en todos los sentidos, costosísima guerra, nada podría serle más perjudicial, ahora que se había ganado el trono, que su nombre fuere difamado y echarse encima no solo a sus enemigos sino también a los que debieren ser sus nuevos y leales súbditos.
María Luisa Gabriela, de la prestigiosa casa Saboya y reina de España a la sazón hablaba con su airado esposo en privado, quien iba de un lado a otro de la real alcoba cual si tigre enjaulado fuere. –Calmaos esposo. Sé que no habéis sido vos.
-¡Pues claro que no he sido yo! ¡Ni he ordenado a nadie hacerlo!
-Todo el mundo dice lo contrario.
-¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé!. ¡Seguro que han sido esos putos austracistas! ¡Seguro que ahora que les he ganado la guerra han infiltrado a alguien en la corte! Solo quieren desprestigiarme y ridiculizarme. ¡Los mataré a todos! ¡A todos! ¡España es un país de correveidiles! ¡Si este suceso se propaga por el pueblo pensarán que tienen a un salvaje en lugar de rey y me odiarán! Perderé todo lo ganado en la guerra por unos ¡putos chismes! –Un florero salió volando de un puñetazo del rey.
-Tranquilizaos esposo mío. Tranquilizaos, veréis cómo todo se solucionará. Todo lo solucionaremos. –María Luisa Gabriela, quien se casara con el futuro rey de España con catorce años, resultó ser una eficaz regente mientas su esposo se encargaba de la guerra. Era muy querida por el pueblo y muy amada, en todos los sentidos por el fogoso rey a quien en muchas ocasiones aplacaba yaciendo en el conyugal lecho. Esta vez no fue una excepción.
Una vez hubieron concluido, la reina susurraba con amor a su esposo y acariciaba su tupido cabello con cariño. –Le descubriremos, no os apesadumbréis. Vuestro nombre no será manchado. Y ahora vestíos. Tenemos que acudir a la audiencia real.
Cuando los monarcas entraron en la antigua sala de trofeos, el más decoroso salón del arruinado palacio, toda la corte aguardaba ya allí. El silencio era sepulcral.
-Bien. Buenos días. Tras el luctuoso suceso acontecido ayer, habéis de saber todos que en mi real intención jamás ha estado la de acabar con la vida de mi fiel capitán de caballería. Me acompañó en multitud de terribles jornadas, luchamos codo con codo contra ingleses, portugueses, holandeses y demás austracistas. Por mucho que el otro día me contradijere, yo no tenía ningún motivo para dañar a quien tantas veces salvó mi vida y sabed que decreto una generosa pensión vitalicia para su viuda. Dicho lo cual, señor Ministro de Estado ¿Qué sabemos?
Don José Patiño y Rosales, con el sombrero en la mano como gente aristocrática que era, salió de entre el grupo e hizo una reverencia. –Poco por ahora majestad. He estado indagando entre sus más allegados camaradas y nadie vio nada, escuchó nada, ni sabe nada, mas continuaré con mis pesquisas, de las cuales, os tendré puntualmente informado.
-Aceleradlas. Quiero saber qué y quien hay detrás de esto. ¿Alguien puede aportar algo más? –El rey recorrió la sala con la mirada mas solo encontró rostros temerosos y un silencio que le enojaba. ¡Abrid todos los ojos y los oídos! Quiero que esto se resuelva y tornar presto a Madrid. Para los que no lo pudieren saber, he decretado que en lo que no se aclaren estos hechos, nadie, de los presentes podrá salir de Valsaín, ni enviar ni recibir correos. Los caminos están cortados y si alguien rompiere esta mi real voluntad lo pagará con la vida.
Un hombre con recargadas vestiduras salió pomposamente de entre el grupo y tras una no menos pomposa reverencia habló con fuerte acento francés. –Antes de que vuestga ggraciossa mayestad se dé cuenta, estagemos en alcasar de Madgit. Y estoy segugo de que vos mismo hallagéis y castigagéis al culpable con vuestra podegosa y conosida fuegsa y sabidugía.
-¡No me aduléis marqués de La Tour! –Estalló el monarca. – ¡No me aduléis! ¡No es momento de ello! Es momento de soluciones, no de lisonjas. ¡¡Soluciones!! ¡¿Está claro?! ¡¿Para todos?! –El francés conformó otra rimbombante a la par que atemorizada reverencia y tornó de nuevo al grupo. Acto seguido los monarcas regresaron a sus aposentos y no salieron de ellos en toda la jornada.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! –¡Majestad! –¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! –¡Majestad disculpadme abrid! –Apenas acababa de salir el sol cuando el Ministro de Estado aporreaba sin el mínimo recato ni decoro, ni protocolo alguno, la puerta de la real alcoba. Había ordenado marcharse a los guardias que la custodiaban, pues bien él sabía que existen momentos en que no todo el mundo ha de saber todo.
Un somnoliento y desaseado Felipe abrió con ropa de cama y aún con Morfeo adueñado de su ser. –Don José ¿Qué demonios…?
-¡Esta muerto! –Interrumpió el interpelado.
Morfeo batió sus alas y desapareció de golpe tornando al Olimpo, y al rey de España a la realidad. –¡¿Quién?! ¡¿Quién está muerto?!
-¡De La Tour! ¡El marqués de La Tour! ¡Ha aparecido muerto! Y… en la misma poza majestad.
El rey agitó su cabeza y se la cubrió con ambas manos. –¡No! ¡No! ¡No! ¡No puede ser!
La reina, más dignamente cubierta que su esposo, se sumó a ambos y a su llegada el ministro hizo una breve y nerviosa reverencia, mas don José Patiño no había concluido aún su informe. –Había las ropas desgarradas, el cuello degollado y… en su pecho… su pecho estaba gruesamente lacerado con una palabra profundamente acuchillada en él… Adulatoris.
-Adulador. –Pronunció lentamente la reina. Y tras decirlo, tapó su boca con espanto cual si no hubiere querido jamás pronunciarla.
El rey se llevó nervioso los puños a la boca y mordisqueó sus nudillos. –No puede ser. ¡No puede ser! Nos marchamos de aquí ¡Ya! ¡No quiero estar ni un segundo más aquí! ¡Este lugar está maldito!
-Tranquilizaos esposo. Tranquilizaos. No podemos volver a Madrid. Debemos… debemos seguir lo que vos mismo dijisteis ayer. Si el asesino está entre nosotros y nos acompaña a Madrid… aquí está acotado, mas en Madrid… se sabría todo en instantes y vuestro reinado se tambalearía.
-La reina lleva razón majestad, –apostilló el ministro, –debemos permanecer serenos y continuar vuestro propio plan. Es lo más sensato.
-Sí... Sí. Ambos…. Ambos lleváis razón. Eeeh, don José. Hoy, hoy no saldremos la reina ni yo de esta alcoba hasta la tarde. Necesito doblar mi guardia. ¿Tenéis hombres de vuestra absoluta confianza?
-Si duda majestad. –Os enviaré a tres de mis hombres más leales y fieles.
-Después de comer nos reuniremos de nuevo todos. Averiguad todo lo posible para esa hora e informadme.
-Así se hará majestad. –Y la puerta se cerró.
Llegó la hora y el cortejo real se fue juntando en sordina en el salón, antaño ricamente decorado con telas de Damasco, armaduras y trofeos por doquier. Si el día anterior el silencio se podía cortar, la atmósfera del presente día se diría espeso cual invisible niebla. Todos sabían ya la noticia y todos tenían miedo, terror, a pronunciar una palabra y que al día siguiente apareciere grabada en su flotante cadáver. Nadie quería ponerse en primer lugar, nadie quería ser preguntado por el rey, en definitiva, nadie quería estar en aquella sala. Lo que en principio iban a ser unas lúdicas jornadas de caza estaban tornando en una tétrica pesadilla. Cuando llegaron los monarcas agarrados de la mano todos se sumaron a la general reverencia.
Más silencio.
Los ojos del rey recorrían unas caras que no querían mirar, que no querían hablar. Carraspeó nervioso un par de veces y luego habló en voz baja. –La… la muerte… –carraspeó de nuevo –la muerte de mi amigo y consejero, el marqués de La Tour nos ha llenado de pesar y consternación. Me acompañó desde los primeros momentos de mi llegada a España. Su apoyo y consejos me fueron siempre muy valiosos. Este atardecer le daremos tierra. Dicho esto, os reafirmo mi real intención de no abandonar estos lugares hasta esclarecer lo que está pasando y descubrir al maldito asesino, para lo cual os insisto extreméis todos las precauciones y agucéis ojos y oídos, pues el verdugo está cerca…quizá… quizá incluso en esta sala. –Se levantó entonces entre la concurrencia un coro de murmullos y una tormenta de sospechosas miradas. De ojos que escudriñaban caras, de miradas que inquirían rostros, de vistazos que atormentaban almas. Nadie se fiaba de nadie. La más desarbolada inseguridad se instaló en el cerrado grupo que hasta entonces, había sido el de seguridad y confianza del Borbón. –Si alguno tenéis algo que decir os ruego que lo hagáis.
Mas nadie lo hizo, en aquel vetusto salón se podía escuchar el flujo de la sangre corriendo por las venas, las amedrentadas respiraciones, los temerosos corazones latiendo a escondidas… pues las dos personas que habían aparecido flotando en aquella poza habían hablado, y por última vez, en aquella sala.
El confesor de su majestad, un enorme dominico francés, cortó el silencio. –Hermanos, hablad en libertad, –al igual que el rey, había por completo perdido su natal acento, –nada habéis de temer. Las nefandas obras que nos ocupan son la obra de un loco, de un infame orate que más temprano que tarde atraparemos y que sin duda alguna se ha ganado las llamas de Satán. Hablad en público y sin temor. Mas si no os atrevéis a tal en esta real audiencia os conmino, con el permiso de su majestad, a que lo hagáis en privado. Estaré encantado escuchar a cualquiera en privada confesión, cualquiera que haya visto algo, escuchado algo… de ese… demente maniaco. Yo rezaría por su alma e intentaría convencerlo de que no se dejare alienar por el mal. La fuerza del Señor es tan infinita como su misericordia y creo que si supiéremos quién es, yo lograría persuadirlo sin por supuesto, revelar secreto de confesión alguno.
-Gracias fray Côme.
-Con vuestra venia majestad. –Solicitó con una reverencia don Manuel Vilches, uno de sus más veteranos y distinguidos intendentes.
-Hablad os lo ruego. –Concedió el rey.
-El problema, hermano, es que ese loco del que habláis, puede ser cualquiera de esta sala. O no. Puede estar fuera de ella acechando, y esperando a que alguien de los presentes cuente algo sobre alguien a esa mano ejecutora. Sé que al hablar pongo en peligro mi vida y que quizá ese alguien, arranque mi vida como se arranca la flor de la tierra. Mas yo no permaneceré callado como un borrego esperando al verdugo. Todos me conocéis, soy viudo, uno de mis hijos está en Cartagena de Indias y el otro en un villorrio de mala muerte perdido en el virreinato de Nueva España, Los Ángeles. Puede, puede que ese loco que fray Côme menciona sea yo por hablar, mas… creo que su majestad se equivoca reteniéndonos aquí. Creo que deberíamos marchar de este palacio a la mayor presteza antes de que muramos todos. A mí, sinceramente, poco me preocupa, soy ya anciano y mi alma está preparada, mas veo aquí a muchos prometedores jóvenes que no se merecen penar aquí por más tiempo.
-¿Queréis que el rey de España huya? –Preguntó una principal dama de la corte, la princesa de los Ursinos
-Así es princesa. Comprendo que su majestad teme que estos sucesos se aireen y que nuestros enemigos los usen para desestabilizarnos, mas lo prudente es marchar de aquí.
-Su majestad lleva años de guerras y combates, –insistió la princesa de los Ursinos, –es un soldado aguerrido, no ha ganado las batallas evitándolas.
-La princesa lleva razón. –Intervino el rey. –Los problemas no se solucionan esquivándolos don Manuel. Los problemas se solucionan enfrentándolos.
-Y también, a veces, siendo prudente y esquivándolos, majestad. Escapar hoy para combatir mañana.
-¡No nos marcharemos de Valsaín hasta que esto quede zanjado! ¡Y solucionado! ¡Los reyes de Castilla caminaron entre estos muros! ¡Mataban osos y lobos poco menos que con sus propias manos! ¡¿Qué dirían aquellos bravos monarcas si su sucesor sale de aquí corriendo?!
-Ignoro lo que dirían majestad, mas la ocasión requiere prudencia. –Insistió don Manuel Vilches –Marchemos y vivamos o restemos y mur…
-¡Basta! ¡Basta! Si marchamos, mañana mismo todo Madrid sabría que en el más cercano entorno de su rey muere gente terriblemente. Sin ton ni son… y que no pasa nada. ¡Que el rey no hace nada! ¡Pasado mañana lo sabría toda España y en una semana toda Europa! ¡¿Va a ser mi corte la de los asesinatos?! ¡¿Eso queréis para el nuevo rey?! Si no lo veis, don Manuel, es que el loco del que hablaba fray Côme, sois efectivamente vos. Aclararemos esto y encontremos al asesino. ¡No nos marcharemos!
Una cerrada ovación, cerró las palabras de Felipe V, mas presto este alzó su diestra y los aplausos se detuvieron de golpe. –No quiero vuestra aquiescencia. Quiero resultados y los quiero ya. Todos o casi todos tenéis medios para indagar, este es un lugar pequeño y no somos muchos. Mañana a estas horas nos volveremos a reunir y quiero soluciones. –El rey miró de nuevo a su intendente. –Soluciones, don Manuel, soluciones. No fugas. –El interpelado asintió cerrando los ojos y sin más verba poner.
A la mañana siguiente flotaba en la poza. Cuello cercenado, la camisola abierta y pecho desgarrado. Cuando los soldados le sacaron descubrieron aterradoras heridas que formaban, de nuevo, una palabra en latín; “Insanis”
Huelga decir, o simplemente pensar, lo que en la sala de trofeos se sentía al día siguiente. Nadie respiraba, nadie osaba abrir los labios, alguna dama incluso sollozaba, nadie alzaba la vista y cuando tal se hacía, acusadoras a la par que espeluznadas miradas, iban de rostro en rostro. Se diría que el fantasma de la Parca sobrevolaba invisible y aterradoramente por entre los asistentes al consejo real, buscando una nueva víctima. Se diría que el diablo mismo zigzagueaba entre los asistentes sembrando la desconfianza y el odio. El asesino era uno de ellos… ¿Pero quién?
Cuando los monarcas entraron, todos pudieron comprobar que Felipe V estaba pálido como la muerte y que la reina tenía los ojos ostensiblemente rojizos. Había dejado de llorar tan solo unos instantes antes. Durante unos segundos que jamás duraron tanto, nadie allí hizo, ni dijo nada. El sepulcral silencio, el atormentador terror, la aleatoria sospecha y la maliciosa desconfianza estrangulaban las gargantas, constreñían los corazones y apisonaban las almas. El vetusto salón de trofeos pesaba sobre las cabezas de los presentes entre los cuales, más que el aire, se diría que la espesa melaza ocupaba el espacio.
-Ya… ya… todos conocéis, lo que… lo acontecido… hoy. –Susurró más que habló el monarca. –Os… os juro… por lo más sagrado…. Que… que nada he tenido que ver yo con… con la… muerte de… mi querido don Manuel Vilches.
Los cortesanos no podían creer lo que acababan de escuchar. El rey de España, de las Indias, de Filipinas, amén de muchos otros territorios, uno de los hombres más poderosos de la tierra, se comportaba casi como un niño y acababa poco menos de blasfemar, jurando ante ellos lo que ya sabían, que era inocente de las muertes.
-Dicho lo cual… os… conmino a que… digáis algo… alguno… lo… lo que sea.
Silencio. Sepulcral silencio.
-Yo sí que os diré algo. –Todas las miradas confluyeron de golpe en don José Patiño. –Mas es un tanto aventurado, y requiere discreción.
-Abandonad todos el salón. –Ordenó el rey. Aquella orden fue aire para respirar. Los cortesanos abandonaron en ordenado más veloz tropel la estancia.
-He seguido con mis pesquisas y he hallado algo… desconcertante... yo mismo no estoy muy seguro… mas… por el momento es lo único que tengo.
-Que tenemos. –Corrigió el rey.
-Continuad os lo rogamos. –Requirió entonces la reina.
-Bien, bien, mas quisiera que lo escuchéis de primera mano. –El ministro golpeó por dos veces sus palmas y entró un soldado acompañado de fornida dueña. Era una campesina, la cual no parecía en absoluto impresionada por encontrarse ante los monarcas de uno de los más poderosos reinos de la tierra. Su resuelta actitud sorprendió e incluso molestó al rey, quien en lugar de dirigirse a ella inquirió a su secretario.
-¿Quién es esta mujer? ¿Y qué hace aquí?
-Me llamo Elvira majestades, y estoy aquí porque su excelencia don José Patiño así me lo ha pedido.
Su osadía incomodó de nuevo al monarca, mas su reina se le adelantó en la respuesta. –¿No sabéis que no es propio hablar a un rey si tal no se ha demandado?
-Majestades, mi esposo murió por vos en los campos de batalla de Almansa. A él tampoco se lo pidieron. Vinieron un día y se lo llevaron en las levas del ejército junto a más hombres de Valsaín. Sin más. Los castellanos os hemos dado este reino a golpe de sangre. Desde pequeña he oído decir a mis abuelos y a mis padres que nadie es más que nadie en Castilla. Por todo ello, os hablo.
Los reyes se miraron entre ellos y a un impávido Patiño que se encogió de hombros. –Bien…bien. Hablad pues. –Pidió contrariado el rey.
-Desde siempre toda mi familia, salvo mi esposo que en gloria esté y que era leñador, hemos trabajado en el aliño y aseo de este palacio… ahora, en lo que de él queda. Adivinaréis pues que me lo conozco de memoria. Pues bien, preguntada por el señor ministro si en los últimos días había visto algo extraño o anormal le dije que sí. Hay… un hermoso juego de ajedrez en una esquina de la sala de armaduras. El otro día encontré cuatro de sus fichas tiradas y las coloqué. El día después encontré otras cuatro tiradas y las volví a colocar, ayer mismo encontré otras cuatro diferentes a las de los días anteriores, también tiradas y las coloqué de nuevo.
-¡¿Pero de qué habla esta mujer?! –Soltó ya manifiestamente molesto el rey. –¡Estamos hablando de hombres de mi confianza muertos! ¡Primero me habla con atrevimiento y ahora me habla de un… de un juego! –Su tez había pasado del albo con que llegó a la sala a un apreciable rojo de ira. – ¡Su audiencia ha terminado!
-No sois justo majestad. –Quejóse la dueña.
-Pero como se atreve esta mujer a… ¡Fuera! –Gritó Felipe V airado –¡Fuera de aquí!¡Fuera!
-Pero Majestad dejad al menos que termine –terció Patiño.
-¡Fuera he dicho! ¡Guardias!
-No necesito guardias que me acompañen, majestad, conozco mejor que ellos el camino.
-¡Y encima replica! ¡Fueraaaaa! ¡No quiero volver a ver su rostro! ¡Y que dé gracias que yo mismo no la rajo y la arrojo a esa puta poza! –Chilló el rey fuera de sí.
Patiño y los guardias acompañaron a la mujer fuera de la sala de trofeos.
-No os preocupéis Elvira. El rey tiene a veces un carácter muy violento. Os ruego sigáis con los ojos abiertos y volváis sin temor a mí si volvéis a encontrar algo sospechoso. En ese tablero… o en cualquier otro lugar. –Patiño puso un par monedas recién acuñadas en la cercana ceca de Segovia, en la mano de la mujer.
-Así lo haré excelencia. Muchas gracias.
Patiño sonrió paternalmente. –Voy de nuevo a hablar con su majestad. Le contaré el resto de la historia. –Cuando entró la reina acariciaba a Felipe V cual si en vez de rey, fuere un tierno infante al que hay que calmar.
-¿A qué ha venido eso don José? ¿Qué es esa idiotez de esa altiva y deslenguada campesina? –Demandó María Luisa Gabriela...
...CONTINUARÁ.
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