Corre el año de gracia de 1713 y la guerra, al fin, ha terminado.
La “sucesión” ha concluido y millones de almas en cuatro continentes ya tienen
su nuevo rey. Para ello han servido estos trece últimos años…Trece, nefanda
cifra trece, que el diablo maldiga.
A solis ortu usque ad ocasum, reza
ahora en su escudo, y así es como han combatido, penado, sufrido y trabajado
los españoles, para procurarle al francés Felipe V de Borbón, su nuevo reino; desde
la salida del sol, hasta el ocaso.
Tras el humillante tratado de Utrech
recientemente firmado, se puede decir que España ha perdido e Inglaterra, la
odiada y pérfida Albión, ha ganado. Se ha perdido honra, se han perdido
derechos comerciales, se han perdido Flandes, Sicilia, Milán, Cerdeña… incluso
Gibraltar y Menorca, se han perdido. Mas decenas de miles de nombres faltan en
esta lista. Los de los hijos que las madres han perdido combatiendo en la vieja
y cansada Piel de Toro, los de las esposas que han perdido a sus maridos en Alemania, en Italia, en Flandes, en América
del Norte… los de los valientes que han devorado los mares…
La tierra, exhausta y castigada por
la guerra, aún mana sangre, aún supura dolor, aún arde despacio y en las
montañas, aún resuenan los ecos de los fusiles, los gritos de los cañones… mas
poco a poco eso parará. Pues la paz ha llegado.
Felipe V ha visto ya treinta veranos
y también está cansado. Desde siempre sufre una extraña enfermedad que sus
médicos llaman “vapores melancólicos”. Cae en episodios de depresión en los que
pasa de la más arrebatadora euforia al más pasmoso decaimiento. Busca el solaz
del que no ha disfrutado ni un solo segundo desde que ascendiera al disputado y
envenenado trono español, hace trece terribles años. Trece años a pesar de la
guerra, de reformas, de leyes, de despachos, de decretos y por supuesto, de combates.
Ahora ha llegado el merecido descanso y el rey cabalga hacia uno de los
tradicionales cazaderos de los reyes españoles; la Casa del Bosque del Valsaín…
mas ni siquiera aquí hallará el nieto del Rey Sol el descanso que ansía. Tras
los largos y duros años de la guerra y tras el incendio que asoló el palacio en
1682, el cazadero ha sido abandonado por los cuidadores de la Casa Real. Cual
si reyes de Castilla fueren, los lobos han hecho del otrora mimado cazadero, su
propio cazadero; su morada. Su voracidad, incluso, les ha llevado a acercarse a
la comitiva real y la guardia ha abierto fuego contra ellos.
En lo que queda de las castigadas
salas del palacio Felipe está furioso, grita, insulta, golpea muebles con puños
y pies. Cabezas gachas. Nadie quiere importunar al impetuoso rey. Ni siquiera
su mano derecha, el Secretario de Estado José Patiño y Rosales, osa interponerse entre el rey y su
furia. El acento francés del rey ha desaparecido y Felipe jura más y casi mejor
que un arriero guipuzcoano.
-¡Quiero cazar! ¡Cazar! ¡¿Tan
difícil es?! –Ojos en el suelo, silencio – ¡¡Responded cojones!! –Sí.
Definitivamente el rey ha aprendido bien el vocabulario de su nueva patria.
-Entended majestad que las
prioridades del reino y la guerra han hecho que estas tierras se abandonen.
-¡Que quiero cazar! Secretario de
Estado. Quiero ¡¡Cazar!! Y, mi, cazadero está lleno de lobos que se comen, mis,
venados y matan a, mis, jabalíes.
-Quizá su majestad podría cazar a
los lobos. Son animales fieros y nobles. –Propuso entonces Julio Alberoni otro
de sus cortesanos. –Los antiguos reyes persas cazaban leones por ser el más
feroz de los animales –El rey le miró con fuego en los ojos y este sintió de
golpe que todos los músculos de su cuerpo se contraían cual si quisiere hacerse
pequeño e incluso absorber las palabras que había dicho. La boca, ella sola se
le cerró y sus labios, ellos solos se apretaron, para no permitir salir verba
alguna.
-Matar, lobos. ¿decís? Don Julio ¿Acaso
sugerís, que el rey de España y de las Indias torne en vulgar… lobero? ¡¡¿Acaso
lo sugerís?!! –chilló de nuevo, mientras el otro, sin alzar la vista para que
su furioso señor no viere que tenía los ojos cerrados, negó con la cabeza.
Al ver que entre tantos secretarios
y obispos ministros y cardenales, grandes de España y demás gentes ilustres y
principales nadie allí hablaba, él se atrevió a hacerlo. Su voz se escuchó
desde el fondo de la sala por encima de todas las pelucas y las lujosas
casacas. –Si lo ordenáis, majestad, mis hombres limpiarán de lobos estos
bosques en un Amén. –Las cabezas se giraron y un pasillo de cuerpos se abrió
entre el rey y el capitán de caballería de su guardia real. –Luego podemos
capturar venados y jabalíes en otros lugares y repoblar de nuevo estos.
-Excelente idea capitán y lógica por
otra parte. Solo que en ella habéis mencionado un “luego” cuando lo que yo pido
es un ahora.
El capitán de caballería carraspeó,
inquieto, mas él era un soldado. El valor era su credo. –Vos mismo lo habéis
contemplado, majestad. Esto está infectado de lobos. No habrá caza. Ahora no
puede ser.
El capitán había contradicho al rey y el silencio cayó a plomo en
la estancia. Ni el viento se escuchaba y hasta los alientos mismos se tensaron
escuchando cada quién sus propios latidos. Las expectantes miradas fueron hacia
Felipe V. Todos temían su aterradora reacción… la cual no aconteció.
-Retiraos. Todos.
A la mañana siguiente se encontró un cadáver flotando en una poza
del río Eresma, cerca de un puente que conducía a la Casa del Bosque. Los
soldados lo sacaron y reconocieron con terror el rostro de su propio capitán.
Le habían cosido los labios, cortado el cuello de lado a lado y su valeroso
pecho se hallaba horriblemente lacerado. Quien fuere, se lo había rajado
escribiendo un truculento mensaje; Hic et nunc; aquí y ahora.
El revuelo que tal suceso ocasionó,
conmocionó a la pequeña aldea de Valsaín y a toda la comitiva real, que se
aposentaba en lo que quedaba del otrora espléndido palacio. Cual no podía ser
de otra guisa, las sospechas del asesinato recayeron directamente sobre el
joven monarca quien ordenó situar guardias en todos los caminos con la orden
expresa de no dejar a nadie entrar ni salir de Valsaín y de no contar, bajo
pena de muerte, lo que allí había acontecido. Tras la en todos los sentidos,
costosísima guerra, nada podría serle más perjudicial, ahora que se había
ganado el trono, que su nombre fuere difamado y echarse encima no solo a sus
enemigos sino también a los que debieren ser sus nuevos y leales súbditos.
María Luisa Gabriela, de la
prestigiosa casa Saboya y reina de España a la sazón hablaba con su airado esposo
en privado, quien iba de un lado a otro de la real alcoba cual si tigre
enjaulado fuere. –Calmaos esposo. Sé que no habéis sido vos.
-¡Pues claro que no he sido yo!
¡Ni he ordenado a nadie hacerlo!
-Todo el mundo dice lo
contrario.
-¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé!. ¡Seguro
que han sido esos putos austracistas! ¡Seguro que ahora que les he ganado la
guerra han infiltrado a alguien en la corte! Solo quieren desprestigiarme y
ridiculizarme. ¡Los mataré a todos! ¡A todos! ¡España es un país de
correveidiles! ¡Si este suceso se propaga por el pueblo pensarán que tienen a
un salvaje en lugar de rey y me odiarán! Perderé todo lo ganado en la guerra
por unos ¡putos chismes! –Un florero salió volando de un puñetazo del rey.
-Tranquilizaos esposo mío.
Tranquilizaos, veréis cómo todo se solucionará. Todo lo solucionaremos. –María
Luisa Gabriela, quien se casara con el futuro rey de España con catorce años,
resultó ser una eficaz regente mientas su esposo se encargaba de la guerra. Era
muy querida por el pueblo y muy amada, en todos los sentidos por el fogoso rey
a quien en muchas ocasiones aplacaba yaciendo en el conyugal lecho. Esta vez no
fue una excepción.
Una vez hubieron concluido, la
reina susurraba con amor a su esposo y acariciaba su tupido cabello con cariño.
–Le descubriremos, no os apesadumbréis. Vuestro nombre no será manchado. Y
ahora vestíos. Tenemos que acudir a la audiencia real.
Cuando los monarcas entraron en
la antigua sala de trofeos, el más decoroso salón del arruinado palacio, toda
la corte aguardaba ya allí. El silencio era sepulcral.
-Bien. Buenos días. Tras el
luctuoso suceso acontecido ayer, habéis de saber todos que en mi real intención
jamás ha estado la de acabar con la vida de mi fiel capitán de caballería. Me
acompañó en multitud de terribles jornadas, luchamos codo con codo contra
ingleses, portugueses, holandeses y demás austracistas. Por mucho que el otro
día me contradijere, yo no tenía ningún motivo para dañar a quien tantas veces
salvó mi vida y sabed que decreto una generosa pensión vitalicia para su viuda.
Dicho lo tal, señor Ministro de Estado ¿Qué sabemos?
Don José Patiño y Rosales, con
el sombrero en la mano como gente aristocrática que era, salió de entre el
grupo e hizo una reverencia. –Poco por ahora majestad. He estado indagando
entre sus más allegados camaradas y nadie vio nada, escuchó nada, ni sabe nada,
mas continuaré con mis pesquisas, de las cuales, os tendré puntualmente
informado.
-Aceleradlas. Quiero saber qué
y quien hay detrás de esto. ¿Alguien puede aportar algo más? –El rey recorrió
la sala con la mirada mas solo encontró rostros temerosos y un silencio que le
enojaba. ¡Abrid todos los ojos y los oídos! Quiero que esto se resuelva y
tornar presto a Madrid. Para los que no lo pudieren saber, he decretado que en
lo que no se aclaren estos hechos, nadie, de los presentes podrá salir de
Valsaín, ni enviar ni recibir correos. Los caminos están cortados y si alguien
rompiere esta mi real voluntad lo pagará con la vida.
Un hombre con recargadas vestiduras salió pomposamente de entre el
grupo y tras una no menos pomposa reverencia habló con fuerte acento francés.
–Antes de que vuestga ggraciossa mayestad se dé cuenta, estagemos en alcasar de
Madgit. Y estoy segugo de que vos mismo hallagéis y castigagéis al culpable con
vuestra podegosa y conosida fuegsa y sabidugía.
-¡No me aduléis marqués de La Tour! –Estalló el monarca. – ¡No me
aduléis! ¡No es momento de ello! Es momento de soluciones, no de lisonjas.
¡¡Soluciones!! ¡¿Está claro?! ¡¿Para todos?! –El francés conformó otra
rimbombante a la par que atemorizada reverencia y tornó de nuevo al grupo. Acto
seguido los monarcas regresaron a sus aposentos y no salieron de ellos en toda
la jornada.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! –¡Majestad! –¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! –¡Majestad disculpadme
abrid! –Apenas acababa de salir el sol cuando el Ministro de Estado aporreaba
sin el mínimo recato ni decoro, ni protocolo alguno, la puerta de la real
alcoba. Había ordenado marcharse a los guardias que la custodiaban, pues bien
él sabía que existen momentos en que no todo el mundo ha de saber todo.
Un somnoliento y desaseado Felipe
abrió con ropa de cama y aún con Morfeo adueñado de su ser. –Don José ¿Qué
demonios…?
-¡Esta muerto! –Interrumpió el
interpelado.
Morfeo batió sus alas y desapareció
de golpe tornando al Olimpo, y al rey de España a la realidad. –¡¿Quién?!
¡¿Quién está muerto?!
-¡De La Tour! ¡El marqués de La
Tour! ¡Ha aparecido muerto! Y… en la misma poza majestad.
El rey agitó su cabeza y se la cubrió con ambas manos. –¡No! ¡No!
¡No! ¡No puede ser!
La reina, más dignamente cubierta que su esposo, se sumó a ambos y
a su llegada el ministro hizo una breve y nerviosa reverencia, mas don José
Patiño no había concluido aún su informe. –Había las ropas desgarradas, el cuello
degollado y… en su pecho… su pecho estaba gruesamente lacerado con una palabra profundamente
acuchillada en él… Adulatoris.
-Adulador. –Pronunció lentamente la reina. Y tras decirlo, tapó su
boca con espanto cual si no hubiere querido jamás pronunciarla.
El rey se llevó nervioso los puños a la boca y mordisqueó sus
nudillos. –No puede ser. ¡No puede ser! Nos marchamos de aquí ¡Ya! ¡No quiero
estar ni un segundo más aquí! ¡Este lugar está maldito!
-Tranquilizaos esposo. Tranquilizaos. No podemos volver a Madrid.
Debemos… debemos seguir lo que vos mismo dijisteis ayer. Si el asesino está
entre nosotros y nos acompaña a Madrid… aquí está acotado, mas en Madrid… se
sabría todo en instantes y vuestro reinado se tambalearía.
-La reina lleva razón majestad, –apostilló el ministro, –debemos permanecer
serenos y continuar vuestro propio plan. Es lo más sensato.
-Sí... Sí. Ambos…. Ambos lleváis razón. Eeeh, don José. Hoy, hoy
no saldremos la reina ni yo de esta alcoba hasta la tarde. Necesito doblar mi
guardia. ¿Tenéis hombres de vuestra absoluta confianza?
-Si duda majestad. –Os enviaré a tres de mis hombres más leales y
fieles.
-Después de comer nos reuniremos de nuevo todos. Averiguad todo lo
posible para esa hora e informadme.
-Así se hará majestad. –Y la puerta se cerró.
Llegó la hora y el cortejo real se fue juntando en sordina en el
salón, antaño ricamente decorado con telas de Damasco, armaduras y trofeos por
doquier. Si el día anterior el silencio se podía cortar, la atmósfera del
presente día se diría espeso cual invisible niebla. Todos sabían ya la noticia
y todos tenían miedo, terror, a pronunciar una palabra y que al día siguiente
apareciere grabada en su flotante cadáver. Nadie quería ponerse en primer
lugar, nadie quería ser preguntado por el rey, en definitiva, nadie quería
estar en aquella sala. Lo que en principio iban a ser unas lúdicas jornadas de
caza estaban tornando en una tétrica pesadilla. Cuando llegaron los monarcas
agarrados de la mano todos se sumaron a la general reverencia.
Más silencio.
Los ojos del rey recorrían unas caras que no querían mirar, que no
querían hablar. Carraspeó nervioso un par de veces y luego habló en voz baja.
–La… la muerte… –carraspeó de nuevo –la muerte de mi amigo y consejero, el marqués
de La Tour nos ha llenado de pesar y consternación. Me acompañó desde los
primeros momentos de mi llegada a España. Su apoyo y consejos me fueron siempre
muy valiosos. Este atardecer le daremos tierra. Dicho esto, os reafirmo mi real
intención de no abandonar estos lugares hasta esclarecer lo que está pasando y
descubrir al maldito asesino, para lo cual os insisto extreméis todos las
precauciones y agucéis ojos y oídos, pues el verdugo está cerca…quizá… quizá
incluso en esta sala. –Se levantó entonces entre la concurrencia un coro de
murmullos y una tormenta de sospechosas miradas. De ojos que escudriñaban
caras, de miradas que inquirían rostros, de vistazos que atormentaban almas.
Nadie se fiaba de nadie. La más desarbolada inseguridad se instaló en el
cerrado grupo que hasta entonces, había sido el de seguridad y confianza del
Borbón. –Si alguno tenéis algo que decir os ruego que lo hagáis.
Mas nadie lo hizo, en aquel vetusto salón se podía escuchar el
flujo de la sangre corriendo por las venas, las amedrentadas respiraciones, los
temerosos corazones latiendo a escondidas… pues las dos personas que habían
aparecido flotando en aquella poza habían hablado, y por última vez, en aquella
sala.
El confesor de su majestad, un enorme dominico francés, cortó el
silencio. –Hermanos, hablad en libertad, –al igual que el rey, había por
completo perdido su natal acento, –nada habéis de temer. Las nefandas obras que
nos ocupan son la obra de un loco, de un infame orate que más temprano que
tarde atraparemos y que sin duda alguna se ha ganado las llamas de Satán.
Hablad en público y sin temor. Mas si no os atrevéis a tal en esta real
audiencia os conmino, con el permiso de su majestad, a que lo hagáis en
privado. Estaré encantado escuchar a cualquiera en privada confesión,
cualquiera que haya visto algo, escuchado algo… de ese… demente maniaco. Yo
rezaría por su alma e intentaría convencerlo de que no se dejare alienar por el
mal. La fuerza del Señor es tan infinita como su misericordia y creo que si
supiéremos quién es, yo lograría persuadirlo sin por supuesto, revelar secreto
de confesión alguno.
-Gracias fray Côme.
-Con vuestra venia majestad. –Solicitó con una reverencia don
Manuel Vilches, uno de sus más veteranos y distinguidos intendentes.
-Hablad os lo ruego. –Concedió el rey.
-El problema, hermano, es que ese loco del que habláis, puede ser
cualquiera de esta sala. O no. Puede estar fuera de ella acechando, y esperando
a que alguien de los presentes cuente algo sobre alguien a esa mano ejecutora.
Sé que al hablar pongo en peligro mi vida y que quizá ese alguien, arranque mi
vida como se arranca la flor de la tierra. Mas yo no permaneceré callado como
un borrego esperando al verdugo. Todos me conocéis, soy viudo, uno de mis hijos
está en Cartagena de Indias y el otro en un villorrio de mala muerte perdido en
el virreinato de Nueva España, Los Ángeles. Puede, puede que ese loco que fray
Côme menciona sea yo por hablar, mas… creo que su majestad se equivoca
reteniéndonos aquí. Creo que deberíamos marchar de este palacio a la mayor
presteza antes de que muramos todos. A mí, sinceramente, poco me preocupa, soy
ya anciano y mi alma está preparada, mas veo aquí a muchos prometedores jóvenes
que no se merecen penar aquí por más tiempo.
-¿Queréis que el rey de España huya? –Preguntó una principal dama
de la corte, la princesa de los Ursinos
-Así es princesa. Comprendo que su majestad teme que estos sucesos
se aireen y que nuestros enemigos los usen para desestabilizarnos, mas lo
prudente es marchar de aquí.
-Su majestad lleva años de guerras y combates, –insistió la
princesa de los Ursinos, –es un soldado aguerrido, no ha ganado las batallas
evitándolas.
-La princesa lleva razón. –Intervino el rey. –Los problemas no se
solucionan esquivándolos don Manuel. Los problemas se solucionan
enfrentándolos.
-Y también, a veces, siendo prudente y esquivándolos, majestad.
Escapar hoy para combatir mañana.
-¡No nos marcharemos de Valsaín hasta que esto quede zanjado! ¡Y
solucionado! ¡Los reyes de Castilla caminaron entre estos muros! ¡Mataban osos
y lobos poco menos que con sus propias manos! ¡¿Qué dirían aquellos bravos
monarcas si su sucesor sale de aquí corriendo?!
-Ignoro lo que dirían majestad, mas la ocasión requiere prudencia.
–Insistió don Manuel Vilches –Marchemos y vivamos o restemos y mur…
-¡Basta! ¡Basta! Si marchamos, mañana mismo todo Madrid sabría que
en el más cercano entorno de su rey muere gente terriblemente. Sin ton ni son…
y que no pasa nada. ¡Que el rey no hace nada! ¡Pasado mañana lo sabría toda
España y en una semana toda Europa! ¡¿Va a ser mi corte la de los asesinatos?!
¡¿Eso queréis para el nuevo rey?! Si no lo veis, don Manuel, es que el loco del
que hablaba fray Côme, sois efectivamente vos. Aclararemos esto y encontremos
al asesino. ¡No nos marcharemos!
Una cerrada ovación, cerró las palabras de Felipe V, mas presto
este alzó su diestra y los aplausos se detuvieron de golpe. –No quiero vuestra
aquiescencia. Quiero resultados y los quiero ya. Todos o casi todos tenéis
medios para indagar, este es un lugar pequeño y no somos muchos. Mañana a estas
horas nos volveremos a reunir y quiero soluciones. –El rey miró de nuevo a su
intendente. –Soluciones, don Manuel, soluciones. No fugas. –El interpelado
asintió cerrando los ojos y sin más verba poner.
A la mañana siguiente flotaba en la poza. Cuello cercenado, la
camisola abierta y pecho desgarrado.
Cuando los soldados le sacaron descubrieron aterradoras heridas que formaban,
de nuevo, una palabra en latín; “Insanis”
Huelga decir, o simplemente
pensar, lo que en la sala de trofeos se sentía al día siguiente. Nadie
respiraba, nadie osaba abrir los labios, alguna dama incluso sollozaba, nadie
alzaba la vista y cuando tal se hacía, acusadoras a la par que espeluznadas
miradas, iban de rostro en rostro. Se diría que el fantasma de la Parca
sobrevolaba invisible y aterradoramente por entre los asistentes al consejo
real, buscando una nueva víctima. Se diría que el diablo mismo zigzagueaba
entre los asistentes sembrando la desconfianza y el odio. El asesino era uno de
ellos… ¿Pero quién?
Cuando los monarcas entraron, todos pudieron comprobar que Felipe
V estaba pálido como la muerte y que la reina tenía los ojos ostensiblemente
rojizos. Había dejado de llorar tan solo unos instantes antes. Durante unos
segundos que jamás duraron tanto, nadie allí hizo, ni dijo nada. El sepulcral
silencio, el atormentador terror, la aleatoria sospecha y la maliciosa
desconfianza estrangulaban las gargantas, constreñían los corazones y
apisonaban las almas. El vetusto salón de trofeos pesaba sobre las cabezas de
los presentes entre los cuales, más que el aire, se diría que la espesa melaza
ocupaba el espacio.
-Ya… ya… todos conocéis, lo que… lo acontecido… hoy. –Susurró más
que habló el monarca. –Os… os juro… por lo más sagrado…. Que… que nada he
tenido que ver yo con… con la… muerte de… mi querido don Manuel Vilches.
Los cortesanos no podían creer lo que acababan de escuchar. El rey
de España, de las Indias, de Filipinas, amén de muchos otros territorios, uno
de los hombres más poderosos de la tierra, se comportaba casi como un niño y acababa
poco menos de blasfemar, jurando ante ellos lo que ya sabían, que era inocente
de las muertes.
-Dicho lo cual… os… conmino a que… digáis algo… alguno… lo… lo que
sea.
Silencio. Sepulcral silencio.
-Yo sí que os diré algo. –Todas las miradas confluyeron de golpe
en don José Patiño. –Mas es un tanto aventurado, y requiere discreción.
-Abandonad todos el salón. –Ordenó el rey. Aquella orden fue aire
para respirar. Los cortesanos abandonaron en ordenado más veloz tropel la
estancia.
-He seguido con mis pesquisas y he hallado algo… desconcertante...
yo mismo no estoy muy seguro… mas… por el momento es lo único que tengo.
-Que tenemos. –Corrigió el rey.
-Continuad os lo rogamos. –Requirió entonces la reina.
-Bien, bien, mas quisiera que lo escuchéis de primera mano. –El ministro
golpeó por dos veces sus palmas y entró un soldado acompañado de fornida dueña.
Era una campesina, la cual no parecía en absoluto impresionada por encontrarse
ante los monarcas de uno de los más poderosos reinos de la tierra. Su resuelta
actitud sorprendió e incluso molestó al rey, quien en lugar de dirigirse a ella
inquirió a su secretario.
-¿Quién es esta mujer? ¿Y qué hace aquí?
-Me llamo Elvira majestades, y estoy aquí porque su excelencia don
José Patiño así me lo ha pedido.
Su osadía incomodó de nuevo al monarca, mas su reina se le
adelantó en la respuesta. –¿No sabéis que no es propio hablar a un rey si tal
no se ha demandado?
-Majestades, mi esposo murió por vos en los campos de batalla de
Almansa. A él tampoco se lo pidieron. Vinieron un día y se lo llevaron en las
levas del ejército junto a más hombres de Valsaín. Sin más. Los castellanos os
hemos dado este reino a golpe de sangre. Desde pequeña he oído decir a mis
abuelos y a mis padres que nadie es más que nadie en Castilla. Por todo ello,
os hablo.
Los reyes se miraron entre ellos y a un impávido Patiño que se
encogió de hombros. –Bien…bien. Hablad pues. –Pidió contrariado el rey.
-Desde siempre toda mi familia, salvo mi esposo que en gloria esté
y que era leñador, hemos trabajado en el aliño y aseo de este palacio… ahora,
en lo que de él queda. Adivinaréis pues que me lo conozco de memoria. Pues
bien, preguntada por el señor ministro si en los últimos días había visto algo
extraño o anormal le dije que sí. Hay… un hermoso juego de ajedrez en una
esquina de la sala de armaduras. El
otro día encontré cuatro de sus fichas tiradas y las coloqué. El día después
encontré otras cuatro tiradas y las volví a colocar, ayer mismo encontré otras
cuatro diferentes a las de los días anteriores, también tiradas y las coloqué
de nuevo.
-¡¿Pero de qué habla esta mujer?! –Soltó ya manifiestamente
molesto el rey. –¡Estamos hablando de hombres de mi confianza muertos! ¡Primero
me habla con atrevimiento y ahora me habla de un… de un juego! –Su tez había
pasado del albo con que llegó a la sala a un apreciable rojo de ira. – ¡Su
audiencia ha terminado!
-No sois justo majestad. –Quejóse la dueña.
-Pero como se atreve esta mujer a… ¡Fuera! –Gritó Felipe V airado
–¡Fuera de aquí!¡Fuera!
-Pero Majestad dejad al menos que termine –terció Patiño.
-¡Fuera he dicho! ¡Guardias!
-No necesito guardias que me acompañen, majestad, conozco mejor
que ellos el camino.
-¡Y encima replica! ¡Fueraaaaa! ¡No quiero volver a ver su rostro!
¡Y que dé gracias que yo mismo no la rajo y la arrojo a esa puta poza! –Chilló
el rey fuera de sí.
Patiño y los guardias acompañaron a la mujer fuera de la sala de
trofeos.
-No os preocupéis Elvira. El rey tiene a veces un carácter muy
violento. Os ruego sigáis con los ojos abiertos y volváis sin temor a mí si
volvéis a encontrar algo sospechoso. En ese tablero… o en cualquier otro lugar.
–Patiño puso un par monedas recién
acuñadas en la cercana ceca de Segovia, en la mano de la mujer.
-Así lo haré excelencia. Muchas gracias.
Patiño sonrió paternalmente. –Voy de nuevo a hablar con su
majestad. Le contaré el resto de la historia. –Cuando entró la reina acariciaba
a Felipe V cual si en vez de rey, fuere un tierno infante al que hay que calmar.
-¿A qué ha venido eso don José? ¿Qué es esa idiotez de esa altiva
y deslenguada campesina? –Demandó María Luisa Gabriela.
-Os cuento a qué ha venido. Ha venido a que ella encontró las
cuatro primeras piezas caídas justo antes de morir el capitán de caballería con
hic et nunc en el pecho. Las piezas,
majestad, eran cuatro caballos. Ha venido a que las cuatro piezas que ella
volvió a poner en pié, justo antes de morir el marqués de La Tour, y aparecer
con “adulatoris” grabado… eran las
cuatro torres.
Felipe V alzó la mano y su ministro cejó en su parla. El rey se
quedó unos instantes pensativo y miró a su reina quien se encogió de hombros.
La mirada del soberano tornó de nuevo a Patiño y en ella restó, en silencio,
contemplando el rostro de su sufrido secretario. Al cabo de un momento los
labios reales se abrieron de nuevo. –Sandeces. Elucubraciones y sandeces don
José. Ha sido una mera casualidad o aún peor. ¿Habéis pagado a esa campesina?
-Sssí –admitió el Secretario de estado.
-¡Pff! ¿Quién os dice que ella no os ha venido con ese cuento del
ajedrez para sacaros unas monedas?
-Creo sinceramente, majestad, que no es el caso y si me permitís
que concluya os demostraré por qué lo pienso.
-Continuad.
-Bien. Ayer volvió a encontrar cuatro piezas tumbadas sobre el
tablero. Como las veces anteriores, dos negras y dos blancas, de semejantes
figuras… bien conocéis el fin del malhadado de don Manuel Vilches, insanis rezaba su lacerado cuerpo, pues
bien majestad, las cuatro fichas de ayer… eran los alfiles.
-¿Y qué tienen que ver los alfiles con…? –El más francés de los
reyes hispanos detuvo de golpe su propia voz al encontrar la terrible deducción
en ella. Creyó entonces escuchar que su corazón daba fuertes latidos… mas muy
despacio. Igual que el día llega y luego torna la noche, así la color del
rostro se le fue de nuevo Felipe V y su faz quedó como la alba nieve. El rey no
reaccionaba. Tenía la mirada perdida y movía tenuemente su cabeza cual si
quisiere negar, mas no se atreviere, lo que su mente le decía.
-¿Qué tenéis esposo? –Doña María
Luisa Gabriela, que no comprendía lo que pasaba abrazó a su consorte. –Don José
¿qué es lo que pasa?
-Creo que su majestad ha comprendido. La palabra latina insanis quiere decir loco en castellano
y en francés, la lengua materna de su majestad, dicen le fou, para referirse al
alfil. Le fou, quiere decir… el loco. –La reina se espantó, mas don José Patiño
continuó su argumentación. –Pienso, majestades, el asesino tiene un “modus operandi” se cree totalmente
seguro, impune, y en su superioridad, nos muestra lo que va a pasar, a quien va
a eliminar, a quién dará “jaque mate”. Podemos saberlo gracias a que Elvira nos
ha contado lo del ajedrez.
El rey pareció entonces salir de su ausencia –No me mentéis de
nuevo a esa maleducada. Bien, bien ¿Y…
qué proponéis vos pues?
-Yo vigilaría muy discretamente y con suma cautela ese tablero, y
haría caso a lo que esa mujer nos ha contado. Así podríamos anticiparnos a…
-¡Que no me la mentéis de nuevo! ¡No debería creer en chismes de
comadres! Y menos en los de… esa, insolente mujer, mas… lo que habéis expuesto
don José… su… retorcida lógica y aplastante evidencia es…
-También yo creo que nuestro ministro lleva razón esposo.
–Intervino la reina. –No perdemos nada por probar.
-¡Pero me niego a dar la razón a esa desvergonzada mujer! ¿Habéis
visto cómo me ha hablado? ¡Nadie vigilará ese tablero!
-Bueno, ¿Y si… y si ponemos una guardia en la poza?, un par de soldados.
Si tal como don José indica, el asesino actúa siempre igual, obliguémosle a
hacerlo de diferente guisa. Quizá así dé algún paso en falso.
-Eso me parece más acertado y así obraremos. Que dos de mis
guardias de corps vigilen la maldita poza. Además lo haré por que vos amada mía
me lo pedís. Ahora retiraos don José. Y seguid vuestras indagaciones por un
camino más realista.
-Así lo haré majestad. –Indicó el secretario con una prolongada
reverencia.
-¡Ah! y don José, que se busque a fray Côme. Estos días me están aturdiendo
y desconcertando y necesito también consejo espiritual.
-Yo personalmente buscaré a vuestro confesor, majestad. –Y marchó.
-Todo esto es una locura. –Dijo el rey a su reina.
-Saldréis airoso de ella mi amor. No lo dudéis
El rey exhaló prolongadamente. –No lo sé, no lo sé. Es lo… peor a
lo que me he enfrentado nunca, ni las guerras, ni las conspiraciones e
intrigas… esto me está consumiendo. Siento la muerte más cerca que nunca y… la
ruina de mi nombre, el desprestigio de mi casa.
La reina acarició al rey y le besó. –Ya veréis como invertís la
situación. El rey besó a su vez a la reina y su natural apasionado empezó a
dominarle. Amaba los momentos de evasión en que dejaban de ser los señores de
millones de almas, de territorios en todo el orbe y se convertían simplemente
en Felipe y María. El rey metió la mano por su escote y acarició sus suaves y
tersos senos… y entonces golpearon la puerta.
-Soy fray Côme majestad. ¿Me habíais mandado llamar? –Dijo una
fastidiosa voz al otro lado de la estancia.
Los sorprendidos monarcas se recompusieron velozmente. El rey
carraspeó varias veces y dijo molesto. –Sí, sí, hermano. Pasad, pasad.
-Ya marcho. –Indicó la reina.
-También nosotros. Iremos a dar un paseo por la pradera. –El rey y
su confesor salieron al exterior. Les seguían a distancia una más que vigilante
escolta de guardias de corps. El rey caminaba despacio. Miraba a su alrededor,
extasiado. De vez en vez se paraba y aspiraba, absorbiendo los olores a
frescura, a los pinos y a los robles, a las jaras y flores. El Eresma, cantarín,
formaba una dulce melodía acompañada por el cri-cri de los grillos y los trinos
de jilgueros, verdecillos, pinzones, piquituertos y un sinfín de aves. –No me
extraña que los reyes hayan venido de siempre aquí a su solaz. Jamás, en ningún
sitio he conocido parajes tan hermosos como estos de Valsaín. Transmiten paz y
sosiego. ¿No os parece fray Côme?
-Así es majestad. Es ciertamente, un lugar sublime. ¿Era eso lo
que queríais compartir conmigo?
-En parte, solo en parte. Los eventos de estos días me están
gruesamente turbando. He tenido sueños, pesadillas terribles en las que esta
belleza que nos rodea se torna en mar, el palacio en una playa y que las olas
de ese mar, que se vuelve rojo, solo arrojan cadáveres. Desde esa mar roja, mis
enemigos se ríen de mí desde enormes navíos.
-Es, como indicáis, por los turbulentos sucesos de estos días. No
hagáis caso de sueños y orad. Rezad en toda hora y momento para que hallemos
cuanto antes a ese asesino criminal.
-Si todo esto llega a conocerse fuera de aquí, nuestros enemigos…
-Nada se sabrá majestad, nada se sabrá. –Interrumpió el monje.
–Habéis venido a cazar y caza tendréis. Cazaréis a ese maldito asesino y se
pudrirá en los infiernos.
-Dios os oiga, fray Côme, Dios os oiga.
-Prefiero que me escuche a que me oiga, mas por oraciones no
quedará. Os lo garantizo, y os exhorto a que suméis vuestros rezos a los míos
para que, con más fuerza lleguen a oídos, de Nuestro Señor.
-¡Tengo una idea! Haremos una misa de campaña. Aquí mismo, en
estos prados. Todos rezaremos juntos por el fin de las muertes y el
esclarecimiento de los turbulentos acontecimientos de estos días.
-Gran idea majestad. Gran Idea.
Al día siguiente se ofició la misa de campaña. A ella acudió todo
el cortejo real, sirvientes incluidos y todos los habitantes del pequeño pueblo
de Valsaín. Solo los dos soldados que vigilaban la poza fueron eximidos de
asistir. Y las oraciones tuvieron su efecto. Al día siguiente no hubo muerte
alguna. Tampoco al siguiente, ni al siguiente, ni al siguiente. El optimismo y
la alegría tornaron a las desvaídas estancias del palacio y a los decaídos
ánimos de sus moradores. Los cortesanos y los monarcas fueron con gran
divertimento al río a pescar y a sus cercanías a cazar, y por la noche, los
reyes dieron una cena de gala do saborearon entre otros manjares las ricas
truchas del Eresma y las nutrias que habían cazado. Tras la cena vino el baile
y todos parecían felices…
Pasaron de los vinos de la noche a las aguas del día...
Sobre las de la poza aparecieron muertos los dos guardias de corps
que la vigilaban. También les habían cortado el cuello, también les habían
rasgado las vestiduras y escrito en sus pechos: “Imitatores”, en el de uno, “servus
pecum” en el del otro. Patiño miraba los cadáveres con desolación.
Imitadores, muchedumbre esclavizada, querían decir en castellano
esas heridas ¿Cómo se lo diría al rey?. Si lo que pensaba era cierto, supuso
que el asesino habría tirado los peones del tablero.
Tornó hacia la Casa del Bosque y preguntó en el arrumbado palacio
por Elvira. Nadie la había visto, mas le indicaron do se hallaba su casa en la
pequeña aldea de Valsaín. Tenía poca pérdida pues el lugar era pequeño. Llamó
tres veces con los nudillos de su diestra y la puerta se abrió.
-¡Excelencia! –Exclamó una sorprendida Elvira.
-¿Puedo pasar?
-Desde luego. Vuestra presencia honra nuestra morada.
Don José se quitó el sombrero y entró en la estancia. Era una casa
pobre, pero estaba más limpia que los chorros del oro. Tres mozas, de
sorprendente belleza, y crío lo miraban sorprendidos.
-Es don José Patiño, hijos. Uno de los ministros del rey y persona
muy principal del reino.
-Buenas tardes excelencia. –Saludaron los cuatro a coro.
El hombre saludo con la cabeza y sin más protocolos espetó a la
dueña. –¿visteis piezas caídas antes de la muerte de los soldados?
-Sí excelencia. En gran cantidad esta vez.
-¡Los peones!
-Sí. Estaban todos tirados.
-¡¿Y por qué no me avisasteis? –gritó el secretario real golpeando
la mesa con el puño.
-¡La guardia me lo impidió! ¡Les rogué incluso! Mas me dijeron que
por expresa orden de su majestad no me podía acercar a vos.
Patiño suspiró, cerró los ojos y luego se los tapó con una mano.
–¿Visteis a alguien tirarlos? –Preguntó sin cambiar su posición.
-No excelencia. Quien quiera que sea lo hace siempre por la noche.
-¿Y sospecháis de alguien?
-En absoluto.
El hombre resopló de nuevo y miró a la mujer. –Hablaré con el rey
y hablaré con la guardia. Todas las piezas ya han caído, a excepción de la
reina… y el propio rey. En el preciso instante que veáis algo extraño, a
alguien rondando ese maldito tablero, o piezas caídas en él, avisadme. –Patiño
se dirigió a la salida, se colocó de nuevo su sombrero de tres picos bajo el
dintel y habló de nuevo a la dueña. –Pero avisadme. –Recalcó. –Yo hablaré con
su majestad para persuadirle de que se os permita paso presto y franco a mi
persona en cuanto menester fuere.
La mujer asintió con la cabeza. A penas media hora después Patiño
se encontraba ante los reyes de España. Se encontraban en el desvencijado patio
principal del palacio, caminando. Los acompañaba la princesa de los Ursinos. Los
seguía a prudente distancia la guardia real y unos pasos detrás un enorme
soldado bretón que escoltaba siempre a todas partes a la susodicha princesa.
–¿Os unís a nuestro paseo don José? –invitó el rey –hace una espléndida tarde.
-Sí, gracias.
-Les hablaba a sus majestades de esos dos pobres soldados,
excelencia –Intervino la princesa que era camarera principal de la reina y
mujer de grande influencia en la corte.
El ministro miró incómodo hacia atrás. –Ese hombre es como vuestra
sombra. ¿Le conocéis desde hace mucho?
-Desde que murió mi esposo, excelencia. Era capitán de su guardia.
Bien, bien. –El ministro carraspeó dos veces y luego habló de
nuevo. –Majestades, os vuelvo a hablar de… del tablero de ajedrez. –Sin dejar
de caminar el rey rezongó, soltó una palabrota por lo bajo y miró hacia otro
lado. –Majestades. Todo cuadra. Han caído las torres, los caballos los alfiles
y los peones, solo restan por hacerlo, el rey y la reina
-No pondré mi guardia a vigilar un tablero de ajedrez.
-Creo que nuestro ministro puede llevar razón esposo. Quizá ese
tablero adelante la jugada del asesino.
-Nuestros hombres han muerto vigilando esa poza, y todo ha ido
cuadrando y cumpliendo lo que el tablero de ajedrez avanzaba ¿Qué más pruebas
queréis? – Preguntó Patiño
-Los tableros no matan a la gente. –Indicó un tanto divertida la
princesa.
-Los tableros no, mas este sí. O acaso llevéis razón. Son los
hombres quienes matan, mas en este peculiar caso, un tablero cuyas fichas son
movidas por alguien, indica quién va a ser el siguiente.
-No temáis pues don José. Entre las fichas de ajedrez no hay
ministros –respondió la princesa.
-Tampoco camareras, pero sí reyes y reinas. Vuestra frivolidad me
sorprende princesa.
-Basta. Me hastiáis. –Ordenó Felipe V.
-¿Os puedo hablar… a solas? –Demandó el ministro.
-Esposa amada dadme unos minutos con don José. Princesa, como
siempre ha sido un placer vuestra compaña. Seguiré mi paseo con su excelencia. –Dijo
el rey. –La princesa de los Ursinos hizo una reverencia. Ambas mujeres tomaron
el camino contrario, seguida de inmediato por la mitad de la guardia entre los
que se encontraba el imponente escolta de la princesa.
-Majestad, me tomo la amenaza muy en serio. Y tengo fundamentos
para pensar que el asesino irá por vos. Pienso que es alguien muy, muy cercano,
alguien que inspira confianza... quizá una mujer… Ninguna de las víctimas
presentaba signos de haber peleado por su vida. Ni siquiera los soldados. Un
simple corte en la garganta y lo del pecho...
-¿Pensáis que una mujer puede haber matado a esa gente y haberla
arrastrado a esa poza?
-Pueden… pueden haberla ayudado. Como bien conocéis la pieza más
importante del ajedrez es la reina. A veces se ganan las partidas poniéndola a
salvo. Os sugiero… os sugiero que, pongamos nuestra reina a salvo. Enviad a la
reina a Madrid. –El rey detuvo su marcha, mas no dijo nada. Patiño continuó su
plática. –Enviadla junto a lo más selecto de la guardia, su personal de mayor
confianza. Si lo que pienso sobre ese tablero es correcto, romperemos los
esquemas del asesino.
-O asesinos.
-O asesinos, sí.
El rey suspiró profundamente. –Es una jugada muy arriesgada.
-Vos sabéis de riesgos, majestad. Si no los hubiereis tomado no
habríais ganado la guerra, ni el trono.
-Hablaré con la reina.
-Os sugiero también que la princesa de los Ursinos reste aquí con
nosotros.
-Es la camarera principal de la reina. Su amiga. Y la mía. ¿Acaso
sospecháis de ella?
-No sospecho de nadie… y sospecho de todos.
El rey suspiró de nuevo más profundamente que la anterior vez.
–Después de la reina sois la persona en quien más confío. Os haré caso. Mas
puede que por última vez. Si os equivocáis en esto, don José… rezad para que el
asesino me lleve antes a mí que a ella. Si algo le ocurriere a mi esposa las
muertes que estamos viviendo serán un dulce reposo en comparación con lo que yo
os haré.
La reina, contra su voluntad, partió a la mañana siguiente hacia
la villa y corte de Madrid. Un menudo y selecto séquito la acompañaba. La
princesa de los Ursinos no estaba en él. A todos se les había hecho jurar que
no dirían una palabra de los asesinatos acontecidos en Valsaín. Nadie debía
saber jamás lo que allí estaba acaeciendo. El mismo trono y la estabilidad del
reino dependían de ello. La reina solo había accedido a marchar con la
condición de que dos correos a caballo mantendrían el contacto diario por carta
entre los esposos.
Desde que marchara la reina, Felipe V se sumió en una de sus profundas
crisis de melancolía. Se comenzaron a suceder los días sin que nada nuevo
aconteciere. El tablero estaba intacto y ninguna sangre tocaba el agua de la
poza maldita. El rey empezó entonces a conducirse de extraña guisa, a tener
comportamientos extravagantes, casi delirantes. Creía que todo el mundo le
quería asesinar, gritaba por las noches, creía incluso que su ropa estaba
envenenada. Una vez estuvo medio día desnudo, sin salir de su real cámara,
hasta que el correo enviado por la reina le hizo llegar ropa limpia con perfume
de María Luisa Gabriela. Otro día, su ministro Patiño constató que el monarca
estaba tan obsesionado con la poza que, que el mismo rey le había confesado que
no era un hombre, que carecía de piernas y brazos y que era una rana. Para
tratar de sacarle de tan lacerante estado Patiño organizó monterías alejadas de
los lobos y amañadas, para que el rey cazara pues las armas, como la guerra
eran su pasión. Eso distrajo al fin al rey y a los pocos días recuperó su
estado normal. Un día después, hacía trece que Maria Luisa Gabriela había
marchado a Madrid, Elvira le hizo saber
que las dos reinas del tablero… habían desaparecido.
Solo quedaban las fichas con la figura del rey por caer. ¿Lo haría
el asesino o seguiría jugando con ellos hasta que el rey acabare en la total
demencia y todos ellos con él?
El rey cayó entonces en un mucho más preocupante estado de
histeria. Se recluyó en sus aposentos. Ordenó redoblar la guardia de la puerta
y poner además soldados a vigilar las ventanas. Dejó casi de comer y solo
consentía tener contacto con su confesor y con el ministro Patiño, quien en
esos momentos se atormentaba por haber recomendado al rey separarse de su
esposa. Dudaba incluso si no deberían tornar a Madrid con ella y olvidar la
pesadilla que estaban viviendo. Fue entonces cuando Elvira llegó a la espartana
alcoba de Patiño. –¡Don José, excelencia, son los dos reyes! Los dos reyes
están tendidos en el tablero.
Patiño no supo entonces si lo que sentía era alivio, consternación
o terror. En cualquier caso sintió un profundo a la par que desalentador desahogo
¿Se lo debía comunicar ipso facto al
rey o debería ser prudente debido al preocupante estado de su majestad?. Optó
por lo segundo. –Muchísimas gracias Elvira. Quizá… quizá hayáis salvado la vida
del rey. En cuanto esto acabe, si Dios quiere que con bien, seréis
convenientemente recompensada. Marchad ahora ¡Guardias! –Un par de soldados de
la guardia de Corps con los fusiles a bayoneta calada llegaron al instante,
casi tirando al suelo a la sirvienta que partía –Buscad presto a la condesa de
los Ursinos y a su escolta, los quiero en mi cámara ¡ya! –Sin más palabra
meter, don José salió corriendo a buscar a fray Côme, el confesor del rey en
busca de consejo. Llamó con los nudillos en su puerta y sin esperar respuesta, entró.
-¡Fray Côme! ¡Soltad… esa patena! –Ordenó un ajigolado Patiño.
Esgrimía su florete toledano en la diestra y su pistola vizcaína en la otra
mano. A penas tres minutos antes había entrado en la habitación del monje. No
lo había hallado, más sí unos papeles bajo la almohada que llamaron su atención
y los leyó. Al punto salió corriendo hacia la real estancia y ahora amenazaba
con sus armas a un más que sorprendido fraile, los cuatro guardias de la puerta
le secundaban y también apuntaban con sus fusiles. Huelga decir lo que la cara
del rey mostraba.
-Don José ¿¡Qué… qué significa esto!? –Gritó.
-¿Por qué interrumpís el sagrado sacramento de la comunión hijo?
–demandó con tranquilidad el fraile.
-Apartad, esa patena del cuello de su majestad. ¡Ya!
-¡Salid de aquí don José! ¡Hablaré luego con vos! –Exhortó Felipe
V.
Mas Patiño ignoró el mandato de su natural señor. –Os ordeno, fray
Côme, por segunda vez, que apartéis esa patena. No habrá una tercera.
El monje francés sonrió amigablemente, bajó un poco la patena, mas
al instante su rostro mutó. Alzó de nuevo el litúrgico ornamento y con la otra
mano tomó presto y con furia al rey por el cogote. Cinco descargas rugieron
casi al instante. La fuerza de los cinco proyectiles arrancaron del suelo al
fraile y su cuerpo voló hasta chocar con la pared y caer al suelo, sin vida y
ensangrentado.
Felipe V, aterrado, con los ojos desorbitados, casi sin hálito, ni
color en la faz y salpicado por la sangre de su confesor, contemplaba la
escena.
Patiño envainó pistola y acero y corrió hacia su señor a quien se
dirigió paternalmente. –Ya está majestad. Ya ha pasado todo. No habrá más
muertes. Fray Côme… fray Côme era el asesino.
Al monarca no le tornaba la verba. Balbucía, cual si infante y no
rey fuere. Tampoco la color regresaba a su rostro. Uno de los soldados recogió
la patena, uno de sus bordes estaba afilado cual si cuchilla de matarife fuere.
Al tiempo, el ministro sacó un papel con un sello inglés y se lo mostró a
Felipe V. Los enemigos del reino prometían a fray Côme un título y posesiones
en Inglaterra a cambio de cometer un magnicidio con el mayor escándalo posible,
con el fin de dinamitar de una vez por todas al gran reino de España. Una vez
más por muy poco, no lo consiguieron.
El rey regresó a Madrid con
su añorada esposa. Se hizo jurar, sobre la Biblia y so pena de vida, que nadie
contare lo que había acontecido en aquellas nefandas jornadas en el hermoso
paraje de Valsaín. Alguno y alguna no respetaron el sagrado juramento y los
hombres del rey se encargaron de cumplir la otra parte, de modo que muy poco o
nada se supo de aquellos luctuosos días.
El rey decretó que se enterrare a fray Côme sin recibir cristiana
sepultura y fuera de terreno sagrado. Para ello, ordenó desviar el río Eresma y
dar tierra al asesino cabeza abajo, en el mismo lugar que había ocupado la
infame poza. Se le vistió con una saya, en la que el rey había ordenado que se
bordare una palabra, sicarius.
Don José Patiño, tornó a sus quehaceres ministeriales. Su
secretariado fue uno de los más prolíficos y eficaces que nuestro país ha
tenido. Reconstruyó la Marina de Guerra, dándola la fuerza y tamaño que el
reino necesitaba, revitalizó la Flota de Indias y reformó el comercio
americano, así como la maltrecha la economía de la corona. La muerte le
sorprendió en el Real sitio de San Ildefonso. Una placa en la plaza, en la
fachada del ayuntamiento, así lo recuerda. Felipe V decretó que se oficiasen
diez mil misas en honor de su más eficaz secretario.
En cuanto al palacio de Valsaín, la antigua Casa del Bosque, se
abandonó para siempre por los reyes de España. Mas Felipe V no quiso alejarse mucho
de aquellos hermosos bosques y valles, ordenando que se construyera, en el año
de gracia de 1721 el palacio de San Ildefonso, do aún hoy, descansan sus restos.
Epílogo:
Este relato es lo que es, un cuento.
Tiene parte de cierto y parte de imaginado. Los terribles sucesos que en él se
relatan jamás tuvieron lugar. Si Felipe V puso alguna vez sus pies en el
lamentablemente abandonado, palacio de Valsaín, sería para supervisar los
trabajos de los talleres, que allí se asentaron y que trabajaron en las obras
del palacio de San Ildefonso.
Además del rey y su primera esposa.
Existieron en realidad el gran don José Patiño, gran exponente de lo que sería
la Ilustración española, la intrigante condesa de los Ursinos y el no menos
“trepa” que llamaríamos ahora, Julio Alberoni, que llegó a ser Grande de España
e incluso cardenal. El resto de los personajes son inventados.
Lo que tampoco es inventado, por
estar bien documentado, es el carácter “bipolar” y enfermizo del rey. Si se
quiere ahondar en este tema sugiero que el amable lector consulte estas fuentes,
las cuales me sirvieron en la elaboración de este relato:
http://www.rtve.es/television/20160425/felipe-v-rey-borbon-loco-rana-bipolar/1342361.shtml
¡¡FELIZ DÍA DE LOS INOCENTES!!
Sin más, deseo una larga vida a Su Majestad Felipe VI, y un próspero reinado en estos tiempos tan difíciles para el país, aunque... mirando nuestra historia... ¿Cuándo no lo fueron?
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