…En algún
lugar de Castilla, 13 de Octubre de 1723.
El rítmico
resollar del caballo deshacía la tenue paz del bosque. El vaho de su aliento
ascendía cual alma al cielo. Su cadencioso trotar sobre el camino y la
incesante lluvia golpeando en las hojas, constituían allí la única armonía. Su
jinete tiró de las riendas y lanzó un juramento. Estaba empapado, agotado y
ahora, de nuevo, perdido.
Desde París
hasta San Sebastián, había pasado algo más de 20 días de galope, sin mayores
problemas. De ahí a Madrid llevaba invertidos ya 10, mas desde que dejara la
capital del reino, todo se había complicado. Todo: comenzó la maldita lluvia, no
había encontrado posadas libres, había errado por los desérticos caminos y había
pasado hambre, sueño, frío y ahora, otra cruz clavada en el suelo y dos
direcciones posibles.
Mientras se
echaba las manos tras del cuello y apretaba los dientes mirando al cielo, el
jinete se acordaba de la estampa de aquel labriego que le indicara a poco de
salir de Madrid: –¿Segovia? ¡Sí, claro! ¡Eso es pan comido! Llegue usted hasta Cercedilla,
y suba luego el Puerto de la Fuenfría. Luego bájelo y llegará a Segovia. Vaya
preguntando por los caminos, no le faltará quien. Cuando llegue lo reconocerá por
un enorme puente que hicieron los romanos y que está pegado a la muralla.
Instintivamente
palpó la talega do guardaba la misiva que portaba. Se la había entregado en
mano, la muy noble señora Claire Pascal, esposa del escultor René Frémin, quien
junto a su mano derecha, Jean Thierry, dirigía la obra escultórica del nuevo
palacio que estaba construyendo el rey de España Felipe V. Cada parada, cada
cruce de caminos, cada noche y cada amanecer, comprobaba que la alforja estaba
cerrada y que la carta permanecía dentro. Tras llegar a Segovia, tenía que alcanzar
a un remoto lugar conocido como La Granja de San Ildefonso.
–Bueno Zar,
izquierda o derecha –El jinete se dio una palmada en la frente– ¡Estoy hablando con un caballo! –mas el
animal, cual si en vez de tal ser con entendimiento fuere, relinchó y raspó con
su pezuña derecha el embarrado suelo–. Bien, te haré caso, derecha–. Miró de
nuevo la alforja cerrada y la dio dos golpecitos–. No te me pierdas ¿Eh? y
ahora hablo con una carta –rio para sí –Señor, permite que la entregue antes de
volverme como una cabra –y picó espuelas. Zar obedeció y salió disparado
mientras el jinete pensaba que la soledad es buena, para pocas cosas.
Unas
horas después llegó a ese pueblo; Cercedilla y preguntó de nuevo por su destino.
Una anciana le indicó entre toses que iba por el buen camino, que pasare dos
cruces más, el siguiente a la derecha le llevaría a lo alto del puerto de la
Fuenfría y que bajándolo había una venta conocida como el Convento de Casarás.
–Pero no te
demores mucho mozo. Las tinieblas ¡cof, cof! llegan prestas a estas montañas.
Es más, llegarán ellas antes a la tierra, que tú a la venta. Te… ¡cof, cof!
¡cof, cof! Te recomiendo hacer noche aquí. En la iglesia tendrás sitio.
–Muchas
gracias buena mujer, creo que seguiré su consejo. Que Dios os guarde.
–No hijo, ¡cof,
cof! que Dios te guarde a ti, ¡cof! que eres quien está perdido.
En seguida
encontró la iglesia y se aposentó en ella. Como la anciana le había anunciado,
las sombras llegaron raudas y tras ellas, el frío helador de la noche.
Un nuevo día
vio el mundo. Abrió la alforja. Comprobó con satisfacción que la carta estaba
seca e intacta en su interior. Mientras afuera, la lluvia continuaba pertinaz.
El soldado resopló con resignación, preparó su caballo y partió.
Cruzó el
puerto y más tarde, ya de bajada, entró en la venta que tenía poca pinta de
convento. Allí le dijeron que le quedaba muy poco para llegar a Segovia.
Continuó su cabalgar, hasta que al fin concluyó el camino que discurría por las
frondas y salió al llano. A las pocas
horas, con el diluvio universal cayendo sobre la tierra, encontró un enorme
puente pegado una muralla: Era Segovia.
Había muy poca
gente por sus embarradas calles. Se encontró con un cura al que preguntó por
las obras del nuevo palacio del rey. El cura señaló un punto en las montañas y
algo en las cumbres aterró a su jinete– ¡No por Dios! ¡Ahora no! –Solo una cosa
podía ser peor que cabalgar con lluvia sobre un lugar desconocido: Hacerlo con
niebla. Y esta bajaba despacio desde las cimas, arrastrándose venenosa hacia los
árboles, cual si un adverso hado quisiere cubrir con un velo su camino.
–Con este buen
caballo no tardará. Siga el acueducto hacia arriba, hasta un camino que se
interna en el bosque en dirección a las montañas. Luego camino se bifurca dos
veces, tome primero derecha y después izquierda. Después no tiene pérdida –indicó
el religioso–. Casi ha llegado usted, mas… –el párroco alzó la vista a las
cumbres –Galope soldado. La niebla está bajando. ¡No se deje atrapar por ella!
¡Corra! Si se pierde y se hace de noche… esos montes están plagados de lobos y
de osos.
El soldado no
escuchó más. Miró a la alforja con la carta y picó espuela– ¡Ia! ¡Ia! –El poderoso
animal salió disparado– ¡Tira, Zar! ¡Tira! ¡Ia! ¡Ia! –Las brumas bajaban, la
tarde avanzaba y Zar rompía el suelo con sus potentes zancadas. El jinete,
miraba la niebla, miraba el camino, esquivaba las ramas y guiaba a su
cabalgadura con total atención. Primera bifurcación. Leve tirón de riendas a la
derecha:
El animal
responde veloz como el rayo, inclinando su cuerpo y tomando el nuevo camino.
Ahora son un centauro, una sola mente, un solo cuerpo. Quirón mismo que vuela
sobre la tierra de los castellanos, escapando de las negras manos de la niebla,
de la noche y quizá de la misma muerte.
–¡Vamos, vamos!
¿Dónde está la bifurcación? –Piensa en voz alta Quirón.
Como
respondiendo a sus palabras, una “y griega” en el camino se abre ante él: –¡Izquierda!–
No se da cuenta de si tira de las riendas, si fuerza con las rodillas, o si
grita de palabra o pensamiento, mas el caballo responde cual el solo ser que
ahora son. Mira hacia arriba, la niebla casi toca la copa de los árboles sobre
el camino. Si le han indicado bien las
obras no pueden tardar en aparecer. Atraviesa un río, sube una cuesta y al fin
ve movimientos de gente en una colosal obra, a la que ni las lluvias detienen.
–¡Ahí está
Zar! ¡Ahí está! –Grita sin dejar de galopar, mientras las grises manos de la
niebla acariciaban ya, con la maldad de un codicioso las picorotas de los
árboles. Lo habían conseguido.
Entonces el
corazón se le para. Casi es capaz de escuchar en su interior dos latidos, como
los de dos bombos lejanos. La talega no estaba.
*****
Sitio de Valsaín,
tres días antes.
La mañana
había amanecido espléndida. Tras supervisar el estado de la implantación de las
esculturas de las fuentes, en la gigantesca obra del palacio real de San
Ildefonso, René Frémin regresó a todo galope a sus talleres en Valsaín. El
corcel detuvo al fin su carrera. Estaba exhausto y sediento. Su jinete lo sabía
y por eso le había conducido hasta la margen del río Eresma. Varios metros más
arriba las mujeres lavaban sus ropas y cual solían, cantaban, cotilleaban y
reían mientras sus hijos pequeños correteaban y alborotaban. El animal inclinó
su cuello, metió los resecos ollares en las frescas aguas del río y comenzó a
beber con avidez. Su humedecido pelaje soltaba un vaporcillo tenue, mientras el
jinete, con un brazo en jarra y el otro en la brida, contemplaba entretenido a
las lavanderas.
–¡Buenos días,
mesié! –Le gritó una. Él asintió y
saludó amigablemente tocándose el sombrero, mientras el resto de las dueñas río
y devolvió el gesto. El hombre había tenido cuidado en no abrevar su caballo
junto a las mujeres y mucho menos junto a esas
mujeres. Aún recordaba cuando apenas dos años atrás, en una mañana muy parecida
a la de hoy, había ido por primera vez a aquel lugar a dar de beber a su
caballo… Se había puesto soberbia y descaradamente al lado de las mujeres.
Desde su altura y con los movimientos de las féminas, aprovecharía para ver
algo de carne que calentare aquella fresca mañana. Cuán errado estuvo. En su
Francia natal era un uso común y las mujeres rezongaban mas no osaban quejarse
a un hombre, ni por las babas de los animales, ni tan siquiera por los barros
que levantaban sus pezuñas en las aguas, simplemente dejaban de lavar hasta los
animales terminaban y la corriente volvía limpia. Las castellanas, las
españolas eran diferentes. En cuanto llegó, una corpulenta lavandera se levantó
de su faena y se fue hacia él. Agarró al caballo por la brida y clavando sus
ojos de fuego en su jinete comenzó a gritarle, a bracear con la mano libre, a
hacer aspavientos, señalar con la cabeza a sus compañeras y señalar atrevida y
acusadoramente al hombre con el dedo. Él acababa de llegar a una primitiva
España cuyo idioma no comprendía, cuyas costumbres desdeñaba y a cuyas gentes
despreciaba. Tentado estuvo en meter mano a su acero.
Si esa
alborotadora gritona hubiere sido un hombre con certeza lo habría hecho. En
lugar de ello, tiró con brusquedad de las riendas, su animal respondió presto y
alzó violentamente el cuello. Tanto, que la voluminosa mujer que asía la brida resbaló y cayó risiblemente
sobre el vado arcilloso del río. Huelga narrar, por obvio, lo que la
contemplación de tal escena causó en el resto de las dueñas y en el propio
jinete.
El hombre,
satisfecho su orgullo, dio media vuelta sin tan siquiera mirar a la mujer y
continuó su camino dejando un coro de risas a su espalda… mas muy presta y
molestamente se detuvo de nuevo. Una bola de rojiza arcilla impactó en su
cogote haciendo saltar por los aires su sombrero adquirido en la mejor
sombrerería de Versalles. El coro de risas se redobló, y al girarse vio veloz otra
bola que no pudo esquivar y que le impactó en plena faz. Cuando se limpió, la
gruesa mujer, con los brazos en jarra, cubierta de arcilla de los pies a la
nariz, lanzaba por entornados ojos la furia de los infiernos. La tal visión de
la tal mujer, con las ropas, el rostro y el orondo cuerpo retintos del bermejo
barro, despertó en el jinete una risilla tonta que fue creciendo y creciendo
hasta mutar en abierta carcajada.
¡Cómo había
pasado el tiempo! ¡Casi tres años ya, hacía de eso! En ese tiempo había llegado
a apreciar a los españoles. No eran el bárbaro pueblo que en toda Francia se
creían, sus fuertes comidas y excelente vino, nada habían que envidiar a los
mejores platos franceses, sus costumbres eran extrañas, mas curiosas a un
tiempo y en cuanto al idioma, un compatriota le había asegurado que el mejor
modo de aprenderlo era yacer con él. Siguió su consejo… y ahora, cuando la
tierra había dado casi tres vueltas al sol desde entonces, lo hablaba sin
apenas acento, sorprendiendo a propios y extraños de que tan refinado,
habilidoso y culto señor pareciere un castellano más
Tras el saludo
de las lavanderas y saciar la sed de su montura, iba a tornar grupas cuando
algo llamó su atención. Un solitario infante retirado del resto y separado de
las mujeres, moldeaba algo con la arcilla de la orilla. Nunca antes había visto
al pequeño. Su aguzada vista de escultor de la corte francesa y ahora de la
española, reparaba en cada detalle, en cada rostro, en cada gesto. Con certeza
era la primera vez que lo veía.
Se acercó a él
y lo que vio le dejó sin habla, un suspiro de admiración quedó congelado en su
garganta. ¿Qué edad podía tener ese mocoso? ¿Siete? ¿Ocho años? Los más
avanzados alumnos de su taller no podrían realizar una perfección como la que
ahora contemplaba mas, ese infante… no era más que un… niño. El pequeño ni
siquiera reparó en la presencia del enorme caballo y su jinete tras de él.
Silbaba una melodía entre los dientes, mientras se ayudaba con un palito para
mejorar lo que a los ojos del experto escultor, ya era perfecto: El dulce
rostro de una mujer sonriente.
Iba a
preguntar que quién era su madre, más al mirar el grupo de mujeres sobró tal
cuestión. La vio en el acto, arrodillada, con los puños cerrados restregando
unas ropas contra la piedra. Los mismos ojos, las mismas cejas, los mismos
pómulos, los mismos labios y caída de pelo, el mismo gesto y la misma sonrisa
que iluminaba aquella arena rojiza. Dicen, que cuando el gran Miguel Ángel
concluyó su David le vio tan perfecto que le dijo –Ahora, habla… –Ahora sonríe.
–Se vio tentado de decir el jinete a aquel rostro de arcilla.
El niño se dio
por satisfecho. Se sentó delante de la obra que sus pequeñas manos habían
creado y la contempló unos instantes. Se inclinó, la dio un beso en la mejilla
y luego cual si la acariciare, la borró suavemente, tornando el barro de nuevo
de algo maravilloso, de algo que estaba vivo, a un sucio fango encarnado.
–¡¡¡Nooo!!!!
–Gritó el jinete.
El niño se
sobresaltó. Solo entonces se percató de su presencia.
–…Noo…
–repitió casi en silencio, para sí mismo, con profundo pesar. El niño le
observaba con una mezcla de temor y curiosidad en la mirada. –¿Por qué has
hecho eso, hijo? ¿Por qué lo has destruido? –El jinete descabalgó, caminó
despacio hacia el amasijo de arcilla. El pequeño, entonces, dio unos tímidos
pasos hacia su madre y luego corrió hacia ella en busca de refugio cual si
temiere algo de aquel hombre.
El francés,
ajeno ahora a todas las escudriñadoras miradas de las lavanderas, se agachó a
intentar recomponer lo que imposible era. Sintió en sus cálidas manos el húmedo
tacto de la arena muerta y acarició despacio el lugar do aún se adivinaba algo
del cabello grabado en la arcilla. Se llevó las manos al rostro, cerró los ojos
y aspiró el aroma cual si en vez de rojizo fango, perfume fuere y se deleitó
con él. Le recordó a rocío, a musgo, a primavera, a tormenta en el estío, a las
lluviosas tierras y caudalosos ríos de su patria, le recordó a…
–¿Estáis bien mesié? –La ronca voz de una de las
dueñas le atrapó del idílico lugar do se hallaba y le arrastró con violencia,
devolviéndole a la realidad de aquella ribera de Castilla. Las lavanderas
habían detenido su labor y le observaban con cierta sorna, no exenta de curiosidad
y sorpresa.
–…Sí... eh…
sí. Estoy bien. –Dijo a la par que escrutaba al grupo, buscando al infante que
había desencadenado todo aquello. Pronto lo vio. El muchacho se arrebujaba
entre las faldas de la mujer que él había visto en arcilla. Dando unos pasos se
acercó a ella, se destocó e hizo una leve reverencia con el sombrero, muy del
gusto de la corte versallesca, hecho que huelga decir, extasió a las sencillas
lavanderas castellanas. –Madame, he
de decir que sois más hermosa desde más cerca. –Un coro de risillas se levantó
entre el resto de las dueñas.
–Agradezco vuestras
lisonjas, mas no son modos de dirigirse a una mujer viuda.
–Detalle que
desconocía y os pido disculpas, mas acordaréis conmigo, que más grueso hubiere
sido mi yerro, si en vez de viuda hubiereis sido esposa.
–Estoy de
acuerdo, mesié.
–Pues tan avenidos
estamos, os ruego parlemos. –El coro de féminas montó en rumores, en murmullos,
en volumen y ruidos. Pues conocida y al parecer bien ganada, era la fama de
cautivador mujeriego del escultor.
–Sea aquí,
delante de todas. No quiero negocios oscuros que enturbien mi honra.
–Los españoles
y su honor… –Sonrió el francés–. No os espantéis madame, os ruego no temáis nada de mí. Bien al contrario, os quiero
hacer una propuesta en la que mucho ganaréis, si escucháis, y nada,
absolutamente nada, perderéis. Vuestra honra no solo permanecerá intacta, si no
que se verá gruesamente aumentada ¿sigo, pues?
La mujer miró
al resto en busca de ayuda, en busca de apoyo. Ahora todo el mundo callaba en
el vado. Las otras dueñas, bien curiosas de conocer el ofrecimiento del
extranjero, asintieron con ansia.
–Continuad.
–Antes de
hacerlo ¿Puedo conocer por ventura vuestro nombre?
–Me llamo Fuencisla.
–Hermoso
nombre, os decía, mi dueña Fuencisla, que tengo una propuesta para vos–, el
hombre miró al niño que no se había movido de la protectora posición entre las
faldas de su madre –he reparado en la extremada pericia de vuestro hijo. He
contemplado absorto cómo plasmaba vuestra linda faz con arcilla, con la
destreza y maña de un maestro sin tener siquiera edad de ser aprendiz, pues…
¿con cuánto tiempo cuenta el zagal? A buen seguro menos de diez años –especuló
el francés.
–Razón lleváis.
Tiene ocho años.
–¡Ocho! ¡Está
bien crecido a fe mía! Y responde al nombre ¿de?
–Manuel.
–Manuel… –el
niño al escuchar su nombre en la boca del francés se arrebujó más, si cabe,
entre las faldas de su madre, mientras miraba con recelo a aquel hombre–. Manuel….
Pues os digo, mi dueña Fuencisla, que habéis un Manuel con una industria y
talento para las artes que solo se puede catalogar como excepcional. Pocos, muy
pocos hombres atesoran ese talento que en vuestro hijo es, sin duda, don de
Dios y como tal hay que hacerlo desarrollar y crecer. Esta pues, es mi
propuesta: Dejad que venga conmigo, a mi taller, allí educaré su mente, por
supuesto en la cristiana fe de Dios, y ampliaré su innato talento hasta
convertirlo en un maestro escultor con un futuro imponderable en sus manos.
¿Qué me decís?
La mujer había
agarrado de la mano a su hijito mientras escuchaba y aún no podía creer lo que
sus oídos habían entendido. Por un lado, el ofrecimiento que el francés les
brindaba era irrenunciable, mas por otro, separarse de su hijo tan pequeño, le
causaba un temor y un dolor inconfesable.
–¿Qué me
decís? –inquirió por segunda vez el escultor –vuestro hijo, dueña mía, no es un
niño normal. No me lo llevaría al fin del mundo. Mi taller está aquí al lado.
Si gustáis podrá venir a visitaros todos los domingos.
La mujer
dudaba. Miraba al escultor, a su hijo, al resto de mujeres que asentían
levemente con la cabeza, animándola con el gesto a aceptar y de nuevo al
extranjero.
El hombre,
acostumbrado como estaba a estudiar cada arruga, cada músculo, cada seña en un
rostro, en un cuerpo, para luego plasmarlo con depurada perfección en su obra,
contemplaba limpiamente la lucha interior en que la mujer se debatía.
Insistió, no
podía perder esa joya en bruto para su taller. Trató de nuevo de convencer a su
madre–. Comprometo mi honor y os aseguro que vuestro hijo será bien tratado,
alimentado y lo que es más importante: cultivado. Os ruego no hesitéis, mi
dueña Fuencisla, os estoy ofreciendo un futuro para él que muchos envidiarían–.
El estudioso escrutador de movimientos y mímicas, notaba en la faz de la dueña
cómo sus palabras iban costosamente calando, en la coraza protectora de la
madre–. Vos misma podréis comprobar sus progresos si lo dejáis a mi tutela. Os
lo aseguro. Notaréis como crece, no solo como natura manda, en tamaño y fuerza,
si no también en destreza de manos y pensamiento. Os lo aseguro –repitió.
Entonces algo cambió de súbito.
–No
puede ser –Afirmó ella–, a mi esposo, que en gloria esté, lo mataron unos
franceses en la guerra de Sucesión. No educarán a mi hijo quienes mataron a su
padre.
El escultor
quedó cual si él mismo hubiere tornado en la materia de su obra: Piedra pura.
Se hizo un incómodo silencio y la expectación reinante en el grupo de
lavanderas se deshizo como aceite que en agua cayere. Cada una dellas tornó a
su labor con sigilo. El francés seguía mirando a la madre del niño. Fuencisla
ya no lo miraba a él, miraba hacia abajo, hacia el chiquillo, quien sin embargo
tenía la mirada clavada en el hombre. Baladí juego de miradas que no conducía a
nada. Finalmente, el escultor deshizo el mutismo, roto solo por el ajeno fluir
del río.
–…Vaya… yo…
disculpadme señora… no sabía…
–No podíais
saberlo–. Atajó Fuencisla acariciando el pelo de Manuel.
–Sin embargo,
siempre existe un camino si se quiere recorrerlo. –Insistió tenaz el francés.
No había llegado donde había llegado, ni conseguido lo que había conseguido,
dándose por vencido a la primera. Quizá la más contumaz labor del mundo
universo sea golpear vez tras vez a una piedra hasta modelarla. Y él era
escultor. –No sé cómo explicaos esto sin causar desagrado, sabed señora que es
la última de mis intenciones, mas yo, mis hombres, no somos soldados, somos
artistas. Nuestras armas son el pensamiento, la cultura. Yo y mis hombres… no
matamos a vuestro esposo.
Lejos de
sentirse ofendida, la mujer respondió sin siquiera mirar al escultor. Se agachó
junto a su hijito y le acarició amorosamente –.Quiero creeros, pero mi hijo…
todo el mundo sabe que a su padre le mataron los franceses. ¿Qué pensarían en
la aldea si le dejo marchar con vos? ¿Qué pensaría él?
Tenía que
conseguir a ese niño para su taller. Jamás había visto tanta aptitud en un
cuerpo tan pequeño. Con cierto punto de envidia reconoció que ni él mismo a su
edad habría sido capaz de hacer lo que el infante acababa de borrar en la
arcilla. Si fuere capaz de enseñarlo… –Os ruego nos retiremos un poco para hablar.
Si gustáis, claro, no quiero importunaros, mas hay cosas que no están para
todos los oídos–, susurró.
Se alejaron a
la conveniente distancia para que el resto de las mujeres no pudiere escuchar y
el escultor retomó verba, no podía dejar que el ingente potencial que latía en
aquel pequeño corazón se perdiere: –Nunca he conocido a nadie con el milagroso
talento de vuestro hijo. Hay muchos modos de enseñar, mi dueña Fuencisla, en el
odio o en la reconciliación y si el alumno es bueno, como es el caso… ya
conocéis la parábola del sembrador–. Arriesgó al conocido y arraigado
sentimiento religioso de los españoles… ¡Y acertó! ¡De nuevo aquel movimiento
en la pupila!
–¿De veras
pensáis que mi hijo tiene ese talento que decís?
–¿Acaso vos
no? ¿Cuántos niños de su edad y digo más, cuántos hombres son capaces de
modelar en arcilla como ha hecho vuestro hijo? ¿No me digáis que nunca habéis
reparado en ello?
–Conozco a mi
hijo.
–¿Entonces? –Último
órdago del escultor: –Dejádmelo un mes. Os aseguro que tendrá de todo y será
bien tratado. Si transcurrido ese tiempo e incluso antes, yo compruebo que hay
algún problema os lo devolveré y añadiré una bolsa de monedas para vos en
prueba de mi agradecimiento.
–No es por el
dinero. Comprendedlo –aseguró ella acariciando con mimo de nuevo a su pequeño –.Es
que… es que…
–Si miráis por
él como madre que sois ¡mirad por su futuro! ¿Cuál le espera aquí? El reino
progresa, siempre habrá trabajo y bien remunerado, para unas manos que sepan
esculpir bien atrapando el alma de cada cosa. Él tiene ese don, no se lo
arrebatéis, permitidme que yo le enseñe a sacarlo. Os asevero que si soy capaz
de enseñarle, Manuel será un creador de arte sin par y jamás conocerá el hambre,
ni la miseria.
Fuencisla dudó
de nuevo. Miraba a su pequeñín mas miraba a un tiempo a ese remoto futuro que
el escultor indicaba. Ella sabía bien, muy bien lo que era pasar hambre y
necesidad, ¿qué español no lo sabía? Quizá, evocar esas palabras tan temidas y
odiadas por todos fue lo que persuadió a la mujer –.Volved en unos días. En ese
tiempo trataré de hacerme a la idea de dejarle con vos… con unos… franceses, e
intentaré que él también se la haga–. Tal cual marcharon las palabras de su
boca, Fuencisla se arrepintió de haberlas pronunciado. Sabía que el día que viere
marchar a su niño con el escultor, su corazón y con él todo su ser, conocería
castigo y daño. Ya lo estaba sintiendo, mas sabía también que el francés
llevaba razón y era una oportunidad dorada para Manuel… si salía bien.
*****
Obras del real palacio de San
Ildefonso, 13 de Octubre de 1723.
El soldado
estaba aterrorizado ¡La talega con la carta no estaba! Hizo memoria y abrió
apresurada y temerosamente la alforja derecha de su montura. Ahí estaba la
pequeña saca de cuero y dentro la carta. Resopló con inmenso alivio. Acarició
el empapado cuello de Zar. Ambos jadeaban. A pesar del diluvio y las tardías
horas que eran, las obras no se detenían. Se dirigió a uno de los obreros–.
Busco a Don René Frémin primer escultor y director general del taller de escultura
de su majestad.
El hombre, sin
ni siquiera mirar al correo, hizo un gesto señalando con su sombrero a una
barraca, junto a lo que parecía que iba a ser la fachada principal. El soldado
se dirigió allí, ató a su montura y
entró tras llamar dos veces a la puerta.
A la luz de
las velas, en una estancia seca, tres sorprendidos hombres miraban unos planos
y una serie de dibujos de estatuas. Al ver entrar a un granadero francés con
las armas de los correos reales en una talega su sorpresa se convirtió en pasmo.
–¿Sí? –Fue lo
único que acertó a decir el mayor de ellos.
–Mi nombre es
Michel Renaudin, busco a don René Frémin.
–Yo soy.
–Respondió de nuevo el mismo hombre. El soldado le tendió una carta que él
abrió. Era de su esposa. En ella le hablaba de sus hijas, de lo mucho que le
echaba de menos, de cuánto sentía no poder estar con él en España y le daba
novedades de lo que ocurría en la corte de Versalles, especialmente de la moda
–Gracias soldado.
–La carta,
excelencia… requiere respuesta.
–Ah.
Respuesta. Ya no es hora. Mañana la escribiré. Pierre por favor acompaña al
soldado a que repose. Mañana será otro día. Cuando amanezca volveremos a Valsaín
a los talleres. Vos Michel Renaudin nos acompañaréis.
A la mañana siguiente seguía lloviendo. Pero
ya no había niebla. Hacía un frío helador y dos cascadas, una grande y una
pequeña eran plenamente visibles en las montañas. Partieron. En silenciosa
compaña llegaron atravesando un espeso bosque hasta lo que parecían las ruinas
de un antiguo palacio sito en un hermoso valle. Allí se encontraban los
talleres que esculpían las figuras y las fundiciones que modelaban los
conjuntos de estatuas de las fuentes, que adornarían el nuevo palacio del rey
de España.
–El maestro
René Frémin despidió al soldado y al resto de los acompañantes y se dirigió a su
gabinete. Un sirviente le recibió al instante–. Que nadie me moleste Mateo.
Necesito sosiego y paz para el menester
del que voy a ocuparme.
–Así será
maestro. Como gustéis. No dejaré que nadie os importune. Por cierto maestro,
vuestra chimenea está encendida.
–Excelente
gracias Mateo–. Agradeció cerrando la puerta tras de sí. Su cámara era su
refugio, su santuario. El hogar do sus ideas moraban y do las musas le
visitaban, unos días más puntuales que otras, mas siempre fieles a su persona.
La habitación
estaba muy bien iluminada, orientada hacia el sur, cual fue su deseo para
acaparar la mayor cantidad de horas de luz posible. Su trabajo así lo requería.
Hacía casi tres años que había dejado su hogar, su familia y su reino al otro
lado de los montes Pirineos para cumplir un encargo tan titánico y sublime como
distinguido e ineludible: La decoración estatuaria del nuevo palacio del rey de
España.
En su estancia
había planos de fuentes y estatuas, dibujos de animales, de seres humanos y
fabulosos, de partes de cuerpos, de rostros, de plantas. Tratados de botánica,
de pintura, de escultura, de fundición. Libros de mitología, de fábulas, de
equitación... Escritos en francés, latín o castellano, nada escapaba a su
curiosidad, ni a su voracidad lectora. Había también maquetas a escala
realizadas por él mismo, herramientas, útiles de escultura, pintura y
fundición. Todo lindamente colocado en un “perfecto orden caótico” como él
gustaba de llamarlo. Su ingente capacidad de trabajo y su meticulosidad al
hacerlo, contrastaba con la aparente anarquía que reinaba en su cámara privada,
mas las ideas le llegaban con tal presteza y cantidad, que tal cual le surgían
había él de plasmarlas, para que no quedaren para siempre en el oscuro pozo del
olvido.
Se acercó unos
instantes al hogar do acercó sus manos. Unos troncos de roble eran consumidos
por unas bailarinas lenguas de fuego. Al apreciar la caricia del calor, en
contraste con el frío que traía de fuera, sintió un leve mas muy placentero
escalofrío. Dio media vuelta y se sentó a la mesa que había cabe la chimenea.
Cerró los ojos e inspiró profundamente. Volteó lentamente la cabeza sobre su
cuello. Varias veces. A cada movimiento le coreaba un sordo sonido de crujir de
vértebras y huesos. Cumplir los caprichos de su poderoso pagador era ardua
labor, mas no estaban en ello ahora sus mientes. Mantenía los ojos cerrados y a
pesar de que se concentró en ello con todas sus fuerzas, comprobó con un cierto
pesar que no podía visualizar, en la oscuridad de su pensamiento, el rostro de
Claire, su esposa. Ella había quedado allí en Francia, en su gran mansión de París.
Por nada del mundo había consentido en viajar a España y restó pues, en su
villa natal, junto a Loraine y Sophie, sus hijas. Esto sí que le dolió en el
fondo del alma a René. Hacía mucho tiempo que había comprendido y en parte
aceptado, que no amaba a su esposa, mas
lo de sus hijas, era un daño casi físico.
Abrió los
ojos. Se quitó la peluca, tomó un pliego de papel, una pluma y la mojó en el
tintero calentado por el fuego.
Valsaín a 14 de Octubre del año de Nuestro
Señor de 1723
Mi amada Claire –mintió– he leído con cariño
y atención vuestra detallada carta. Muchas cosas e muy buenas han pasado desde
la última que os envié. Cómo me he holgado con vuestra respuesta.
¡Cómo me alegra el saber que las tres estáis
tan bien como me relatas! Quiera Dios Nuestro Señor que sigáis ainsí cuando
aquesta otra nota os llegue. Mucho placer me causa también el conocer que los
dineros que os giro os llegan, como me contáis, en la cantidad y frecuencia que
habéis menester y que tan bien los estáis invirtiendo en la educación de
nuestras hijas. Aquí os he de rogar una merced que, a buen seguro me
concederéis. Os voy a enviar una cantidad extraordinaria de dinero para que
ordenéis, a los mejores pintores de la corte, que me dibujen a mis niñas, pues tres años es luengo tiempo
y en él habrán cambiado gruesamente…
El
maestro siguió escribiendo la carta, la lacró e hizo que se la entregasen al
correo para que bien bastido y alimentado, saliese de nuevo con ella hacia
París.
El pensar
tanto en sus hijas le recordó que había de ir a buscar al hijo de Fuencisla, a
ese talento escondido en una recóndita aldea de Castilla. Ordenó ensillar su
caballo y tras hacer la inspección y repartir las tareas en el taller, partió a
por el infante
*****
El maestro escultor
volvería pronto a buscar al niño. A lo largo de los días que transcurrieron
hasta su llegada, Fuencisla había hablado con Dios y con Manuel en pareja
proporción.
Le decía que
se iba a marchar con un señor para hacer todo el día lo que tanto le gustaba,
pintar, modelar con barro, jugar, pero que ella le iba a seguir queriendo con
todo su alma, con todo su ser y que aunque no estuvieren a su lado ni ella ni
sus hermanas, su amor por él no solo no cambiaría, si no que se acrecentaría,
pues el amor es extraña cualidad que ama más a quien se ama cuando a la vera no
se le tiene, ya que es don de Dios y cual con Él ocurre, no se le ve, mas se le
siente. Le decía que ese señor sería muy bueno con él, le daría muy bien de
comer, le trataría muy bien y que se verían todos los domingos. Manuel, como
siempre, la miraba con esa carilla dulce, en eterna semi-sonrisa, que le
convertía en el niño más hermoso del mundo a los ojos de Fuencisla, en el más
guapo, en el más primoroso. Luego ella se daba la vuelta y sin que él lo
notare, lloraba. Sabía que el escultor iba a procurar un futuro a su hijo.
Sabía que no iba a perderlo, que se iba aquí al lado, a los talleres de las
estatuas del rey. Mas el no tenerlo cada
hora, cada instante, para mimarlo, ocuparse de él y amarlo como solo una madre
ama, la causaba el mismo penar que si marchare a la más recóndita selva de las Indias.
René Frémin
llegó cual había prometido. Llamó a la puerta y bajo su dintel apareció Fuencisla,
en segundo plano sus hijas. A su lado, bien vestido, perfectamente peinado, el
pequeño artista–. Buenos días nos de Dios.
–Buenos días
tengáis vos también, mesié –el
francés sonrió a la madre y luego al niño. Se vio tentado de acariciar su testa
mas no lo hizo por no arruinar el bien peinado cabello del infante–. Bueno Manuel
hijo, ahora partirás con mesié Frémin
como hemos hablado. Él te va a ayudar mucho y con ello a nosotros. Tu padre te
mira desde el cielo y hoy está orgulloso de ti –.El niño la contempló sereno,
se sorbió los mocos y miró hacia arriba, a aquel extraño que había venido a
llevárselo. Su mirada no denotaba nada, ni miedo, ni duda, ni expectación.
Nada.
–Mi dueña Fuencisla,
os agradezco mucho que hayáis tomado esta decisión, que aunque asaz difícil en
principio, veréis con el tiempo cómo es la correcta. Algún día Manuel os lo
agradecerá inmensamente–, aseguró el escultor. Las lágrimas corrían por las
mejillas de las hermanas del pequeño y pugnaban duramente por asomar a los ojos
de Fuencisla–. No lloréis más ¡os lo ruego! No partimos a las guerras del rey,
vamos aquí al lado y él estará bien. Muy bien –enfatizó el hombre.
Fuencisla no
lloraría, no al menos delante de su hijo, si lo hacía sabía que se desmoronaría
y él con ella, haciendo si es que tal era posible más difícil la partida.
Aspiró fuertemente e hizo máscara de su faz, máscara que ocultaba lo que su
corazón sentía. Se agachó a la altura de la cabeza de Manuel y le mintió con el
rostro. Una sonrisa, duramente construida, se dibujó en su cara. Le acarició
despacio la carita y le besó dos veces.
–¿Nos vamos? –Frémin
dio media vuelta, abrió una de las alforjas de su caballo y sacó un saquito
blanco con alegres formas, muy pequeño, de papel –¿Quién quiere un caramelo?–dijo
abriendo la bolsita y ofreciendo su dulce contenido. Nadie de la familia había
probado nunca un caramelo. Sus hermanas secaron sus lágrimas y tomaron sendas
golosinas. Sus ojos se abrieron como platos al experimentar aquel increíble
sabor. Manuel fue el siguiente. Lo daba vueltas y vueltas en su boca. Y
sonreía. Miraba a su madre y sonreía. El hombre tomó de nuevo la mano del
pequeño y despacio le encaminó hacia su caballo. Mientras, unidas en abrazo
desde el dintel de su puerta, las mujeres contemplaban cómo el niño marchaba de
la mano con el extranjero. El escultor soltó la mano del niño para cogerlo por
las axilas e izarlo sobre la montura del poderoso animal. René montó presto tras
de él. Le rodeó con sus brazos y cogió las riendas–. No os arrepentiréis– aseguró
a Fuencisla–. Se tocó el sombrero en gesto de saludo y puso su corcel a un
rítmico y galán trote.
–Eso espero –susurró
ella para sí–. Hijas entrad en casa–. Ordenó. Al punto rompió a llorar.
*****
Los obradores
del escultor eran tres barracones de madera dispuestos en forma de “c”. Uno
principal y dos más menudos. Parecían algo improvisado, “para durar por
siempre”. A medida que se acercaban, el patear de los cascos del caballo sobre
el terreno obtuvo curioso eco en el golpear de los martillos en los cinceles, y
estos, a su vez, sobre las recias rocas de mármol. Una pegadiza y repetitiva
cantinela surgía de dentro del taller, de la garganta de alguno de los
artesanos que usaba sus golpes a modo de melodía y ritmo en medio del cual,
cantaba a voz en cuello. Junto a una de las ventanas del taller principal había
un pequeño montón de piedras de mármol de deshecho. Enfrente, bloques de mármol
basto de tamaños varios aguardando a ser tallados –Sooo–. Ordenó René a su
montura que, presta, se detuvo a la puerta del edificio. Ni siquiera le hacía
falta tirar hacia atrás de las riendas, era una vieja yegua bien adiestrada. Un
sirviente llegó ligero a sujetar al animal por las riendas mientras bajóse su
dueño con cuidado de no derribar al niño, compuso un poco sus ropas, peluca,
sombrero y extendió los brazos hacia el pequeño para ayudarle a bajar.
–Vamos hijo
–El niño hesitaba–. Vamos pequeño, baja, no has nada que temer–. Tras bacilar
unos segundos, el infante repitió el gesto del hombre y bajó solo. De la misma
guisa que él un instante antes– ¡Aprendes rápido! Bien, muy bien. Ven, vayamos
dentro te enseñaré el taller y a mis hombres –y echóse a andar–. Algo más de la
mitad son franceses, como yo, el resto son españoles, mas podrás comprobar que
todos ellos… –se dio cuenta de que estaba hablando solo–. El niño había restado
inmóvil junto a la yegua y el sirviente.
–“Es un niño…
diferente” –Las palabras de la madre resonaron en su memoria –.Habré de tener
mucha paciencia contigo mas, bien seguro estoy, de que valdrá la pena–afirmó
convencido mientras se acercaba al pequeño. Tomó su mano y tiró de él con
suavidad invitándole así a seguirle. Manuel lo hizo.
Entraron al
taller. Olía a reseco, a tierra, a sudor. Los hombres habían los cuerpos y los
rostros cubiertos de sudor al que se pegaba el polvo del mármol. En cuanto
entró el maestro, todos los ruidos, golpes, canciones y voces cesaron de
súbito. Un único coro surgió al instante: –Buenos días maestro.
–Buenos días
señores. Traigo un nuevo aprendiz. Su nombre es Manuel, es de aquí mismo, de Valsaín.
Será una gran ayuda en el futuro. Habremos de tener especiales cuidados y cautelas
con él pues es un muchacho… diferente. Os ruego a todos aguante y tenacidad con
él. No quiero, pues, chanzas o chascos, con él, ni consentiré tropelía alguna
contra su persona ¡Ay de los culpables si tal aconteciere y yo me enterare…!
–El maestro recorrió con su severa mirada a todos los hombres hasta detenerla
en uno –El maestro José se encargará de él– indicó dirigiéndose a un viejo
escultor.
El aludido
dejó las herramientas que asía sobre un banco y se acercó hacia el maestro y Manuel–.
Podéis continuar el resto.
Al
instante la actividad cobró vida de nuevo en el taller mientras el maestro José
acariciaba la cabeza del pequeño, el cual, sintió la dureza de sus dedos
revolviendo su cabello–. Manuel ¿Eh?
–Es
muy tímido –afirmó Frémin–, aún no le he escuchado soltar palabra, pero tiene
un don, una delicadeza, una sensibilidad... Sé que tiene un don para la
escultura… mas habrá que arrancárselo cual si roca viva fuere. No dice ni mu,
pero yo creo que entiende todo. Bien. Ocupáos de él. Urgentes menesteres me
aguardan en palacio. Aquí os lo dejo. Labradlo maese José, labradlo. Labradlo
con esmero. Es mármol de Carrara, ámbar del Báltico. Os reitero que tiene un
don y dotes que no he visto antes en muchacho alguno–. Frémin miró de pronto a
la nada, a un imposible vacío que se abría solo ante sus ojos– ni siquiera en
mí mismo cuando era un joven aprendiz –musitó–. Siempre que pueda me ocuparé yo
mismo de su formación y si él quiere, yo no me equivoco y Dios nos ayuda, en
unos cuantos años será el mejor maestro del taller.
Las palabras
pronunciadas por Frémin, a pesar de haberlo sido en baja voz y a pesar del coro
de martilleos del taller de canteros fueron escuchadas por oídos recelosos. La
envidia, sucia sierpe que se arrastra desde el principio de los tiempos entre
las inmundicias y que forma parte de ella, comenzó a crecer sin razón en un corazón
dispuesto a albergarla. Una mirada de soslayo y un gesto fruncido de quien se
creía el mejor cantero y que hasta ahora se había arrogado en secreto el título
de heredero del maestro, se dibujó con un desdén casi imperceptible en el
rostro de André Poulain.
–Bien maese
José marcho, pues.
*****
Y marchó. René
Frémin marchó dejándome solo allí, con aquellos desconocidos. Yo solo quería
tornar a mi casa, con mi madre y mis hermanas. No quería estar en aquel
polvoriento lugar lleno de ruidos y hombres sudando que me miraban de modo
extraño. El frío hielo de la amargura se derritió en mis ojos y las lágrimas
afloraron a mi rostro causando unas risas a las que me negué a mirar. Una mano
fuerte y rugosa apartó con costosa delicadeza el triste rocío, barriéndolo
despacio por mis pómulos.
–Guárdalas
hijo. Guárdalas para otro momento –dijo la voz de maese José–, las lágrimas
solo merecen ser vertidas en la alegría, en la contemplación de la belleza, en
la admiración de la obra de Dios Nuestro Señor, en la celebración de la dicha
propia, o de la familia, o del amigo. Las lágrimas de tristeza han de ser
tragadas, devoradas por los hombres y no permitidas salir. Tú eres un hombre
¿verdad? No llores, pues. Los hombres no lloran.
Mas yo sí lloré,
pues no era yo un hombre, era un niño y como tal obré, aunque con ello
despertare las chanzas y risas en el taller de escultura. Todos me señalaban y
se burlaban con palabras que no quería escuchar. Las poderosas manos del
maestro José me tomaron y me llevaron consigo afuera, apartándome de aquel
nefando coro de mofas. Cuando volví a escuchar sus palabras, reparé en que aún
no había mirado su rostro. Estaba este velado por la neblina de mi propio
llanto.
–Hijo, la vida
no es fácil. Para nadie. Puedes ser una hoja en un río que se deja llevar a do
quiera por la corriente o puedes ser el pez que pelea feroz contra ella. Te
recomiendo que seas pez y luches… mas, tu elijes
Sus palabras
no me consolaban y el hombre resopló resignado–. Sí que va a ser duro de tallar
este mármol, sí. Te daré algo con lo que entretenerte.
Yo no me moví
de do me hallaba y él me asió por los hombros y las piernas cual si algo sin
peso tomare. Reparé entonces en su rostro. El hombre era mayor y un extraño
pelo rojo cubría su cabeza y barbas. Me dio miedo al instante mas nada fice. Me
llevó de nuevo al taller do arreciaron de nuevo las chanzas y las risas –no
hagas caso hijo,– aconsejó mi maestro. Me enseñó una enorme piedra blanca y a
continuación una hermosa figura de una mujer con el torso desnudo. A pesar de
vivir con mi madre y hermanas jamás había visto “esas cosas” en el lugar que
ellas tenían el pecho, mas la voz de maese José interrumpió mis pensamientos:
–De una piedra como esta, ha salido esta hermosa estatua. Si el maestro Frémin
está en lo cierto, te encantará saber cómo lo hemos hecho ¿verdad? Pues el
primer paso es hacer el pedestal que todo sustenta. Ahí hay uno que está casi
acabado, solo queda pulirlo.
Se echó encima
de él con un gran cepillo de púas y cual si fuere mujer que lava ropa en el
río, comenzó a frotarlo arriba y abajo rítmicamente, con fuerza.
–¿Ves? Hazlo
tú ahora–, dijo tendiéndome el cepillo, mas yo no respondí, ni me moví. Estaba
paralizado.
La piedra
estaba llena de golpecillos del cincel que la afeaban sin dejarla lisa y pulida
–mira como lo hago yo–, insistió el maestro José tornando al pulimento–. Es
cansado pero muy sencillo– y comenzó de nuevo a frota vigorosamente la piedra.
Al rato se irguió– ¿has visto? Es tu turno–. Yo me quedé allí en pie, sin nada
obrar mirando sin mirar. El cantero se pasó la mano por sus rojizos cabellos y
miró resoplando a sus burlescos compañeros quienes se deshacían en risas.
–¡Ánimo José!
¡Ya pule! ¡Ya pule!– soltó uno jacarandoso
–Sí, sí, casi
lo ha cogido ja, ja, ja.
–Sí que te ha
traído el maestro una piedra dura sí, ja, ja, ja. Ya le queda menos para ser el
mejor del mundo ja, ja, ja–. Remachó André Poulain.
El veterano
tallador ignoró todos los comentarios cual si con él no fueren y me miró de
nuevo–. Bien hijo, te gustará o no te gustará, mas para llegar a ser el gran
maestro que afirma Frémin serás, antes de todo has de ser aprendiz. Los
aprendices hacen labores sencillas aunque fatigosas y esta es una de ellas. Hay
que quitar la rugosidad al mármol ya trabajado con este cepillo, luego quitar
lo que este deja con aquel más fino, luego lo que aquel deja con ese otro y
finalmente, frotar aquellas piedras lisas y agua. Así queda la superficie
completamente suave. Vamos, inténtalo –Mas yo no reaccionaba, algo me detenía,
me atenazaba. Seguía allí cual si víctima de un pasmo fuere, quedo y
silencioso, cual las estatuas que nos rodeaban
*****
Valsaín 27de Junio de 1733
Diez años
habían transcurrido desde aquel día, desde que por primera vez pisare yo los
talleres de esculturas de don René Frémin. Del débil, inculto y torpe niño que
fui, habíame transformado en uno de los puntales del taller de don Renato, como
le llamábamos los españoles. En ese tiempo habíanse conformado dos grupos bien
diferenciados; el de los gabachos, encabezado por ese estúpido llamado André Poulain,
quien solo hacía que buscar la mejor ocasión para nuestro daño, desprecio y
menoscabo, y el nuestro el de los españoles, que eran muy afines y allegados a
mi persona. Él y yo éramos, después de los maestros, los mejores escultores del
obrador, pero como dos gallos en un corral no puede haber (y menos a las edades
de diez y ocho años que ambos contábamos) competíamos silenciosamente las mas
veces, y no en tan silencio las otras, que ya habíamos sido ambos apercibidos
por el maestro don Renato, quien solo buscaba la concordia y paz en sus
oficios.
Mas concordia
no puede haber cuando por un lado no se hace más que molestar, malmeter,
difamar y envidiar y por el otro solo se hace que aguantar. Yo, que siempre fui
bien educado en la fe y religión de Jesucristo Nuestro Señor y que por buen
cristiano me tenía, aguantaba y perdonaba cuanto podía, pero todo tiene un
límite y lo de poner la otra mejilla está bien cuando se hace en loor de
santidad, o en breve cantidad, y tenía yo ya entrambos carrillos tan bermejos
de ponerlos, que si los había de poner una más pondríanseme colorados, mas de
vergüenza esta vez. Lo que me hizo el infame André Poulain entonces os lo
relato a continuación:
En las buscas
de la concordia y paz que digo que buscaba el maestro, y en las de obtener los
métodos de sacar lo mejor de sus hombres, un día nos anunció:
–Su majestad
está cansado por las cosas del gobierno y ha hecho venir de la corte a un grupo
de música para alegrar sus veladas. Él parte en unos días a atender sus
menesteres en Burgos y los músicos tornan a la corte, pero le he pedido la
gracias de que resten unos días aquí y me ha concedido su venia. Quiero probar
una cosa que siempre deseé. En unos días, si Dios lo tiene a bien lo
comprobaréis.
Pocos días
después una pequeña caravana, cruzaba el río por el vado y subía por la suave
loma do se hallaba nuestro taller. Frémin, profundamente satisfecho, veía cómo
se acercaban traqueteando, media docena de carros con arcones de delicado forro
bien afianzados. Quien venía en cabeza picó espuelas y adelantóse un tanto
del resto.
Cuando llegó a
la altura del maestro, este sujetó al penco por una de las trabillas de la
cabezada. El animal, manso, no se resistió–. Buenos días nos dé Dios.
–Buenos días
tengáis, maese Frémin –respondió el otro una vez descabalgado, a la par que
dibujaba con su cuerpo cortesana reverencia –aquí estamos, tal y como
solicitasteis a su majestad –.El hombre miró a su alrededor, contemplando el
valle con su río, los prados, los bosques y las tupidas cumbres– Hermoso lugar –.Luego
arrugó un poco el gesto al ver la semi–ruinosa mole del otrora real palacio de
los reyes de Castilla –¿He de suponer que ahí es do queréis que toquemos?
–No. Ahí solo
estarán vuestros aposentos. Tocaréis aquí.
–Aquí… ¿dónde?
–repuso el músico, buscando inexistente tablado, pabellón, templete o siquiera
dosel
–Aquí. Delante
de mis talleres.
El otro hizo
un mohín de disgusto mientras a sus espaldas llegaba el grueso de su orquesta –Mis
hombres y yo no estamos acostumbrados a tocar sobre el barro, maese.
–Vamos, vamos,
no exageréis. El suelo está seco y firme en esta época.
–Su majestad
nos ha ordenado restar aquí dos jornadas y partir al alba de la tercera.
Obviamente a vuestras expensas.
–Desde luego.
No perdamos tiempo pues. ¿Podréis tocar para mis hombres tras del almuerzo? –El
otro asintió –Perfecto. La mayoría de ellos jamás han escuchado la armonía de
los instrumentos. Preparad vuestros
hombres y yo prepararé a los míos.
A la hora
pactada, la orquesta de diez y ocho intérpretes, con sus vistosos trajes
cortesanos, pelucas incluidas, estaba formada en media luna: Tres violines, dos
violas, un violonchelo, un enorme contrabajo, dos trompetas, dos oboes, tres
flautas, dos fagotes, unos timbales y un impresionante clavicémbalo decorado
con un paisaje veneciano, constituían una increíble y única visión en mitad de
aquel valle. Frente a ellos, unos más que sorprendidos escultores, entre los
que me encontraba, sentados en pupitres, mirando atónitos la escena y
pertrechados de papel y carboncillo, como el maestro nos había ordenado.
Este se situó
entrambos grupos, miró complacido al lado de los músicos, luego al de sus
fascinados hombres. Cerró los ojos y aspiró el fresco aroma, cual si quisiere
retener para siempre aquella escena –.Siempre quise hacer esto. Enfrentar
talentos para engendrar juntos. Os ruego, maestro Jiménez, que toquéis con toda
vuestra destreza y que permitáis que vuestros hombres se inspiren de la belleza
de estos parajes. Y a vosotros, los míos–, dijo girándose hacia nosotros– que
inhaléis la música cual si delicioso aroma fuere. Permitid que viaje por
vuestra mente, que se deslice por vuestro cuerpo, que more en vuestros seres,
que envuelva a vuestras almas y que guíe a vuestras manos para que estas
dibujen lo que aquella os susurre. Luego con los mejores dibujos, haremos
esculturas –Se hizo el silencio –.Que los dioses del Olimpo viajen a los pies
de Peñalara. Y ahora, queridos míos, os lo ruego, cread.
El río de fondo,
el suave silbar del viento y el alegre triar de los pájaros se unió a la maravilla,
a la armonía que surgió de aquellos instrumentos, y yo… pobre mortal, dejé de
estar allí.
¿Habéis
por ventura, un día en vuestra mente que sobresale encaramado, entre todos los
demás? ¿Habéis por dichoso azar en vuestro recuerdo una jornada indeleble, que
mora feliz entre vuestras remembranzas y que reina por cima de todas ellas? En
feliz hora si la habéis, y si no, os compadezco pues aunque hayáis hoyado la
tierra aún no habéis vivido. Yo, allí, en nuestro valle, rodeado del esplendor
de la natura creada por Dios Nuestro Señor y envuelto por la magia sonora que
brotaba por las manos de aquellos hombres, dejé a mi mente volar, a mi espíritu
ser libre y al carboncillo correr a su albur sobre el papel, maravillándome de
mi mismo, de mi obra, cuando los acordes cesaron, y el valle quedó en la natural quietud en que siempre se hallaba.
Todos
aplaudimos a rabiar a aquellos músicos. Jamás en mi vida hubiere pensado que
tal maravilla existiere, mas igual que hay un cielo del que yo acababa de
bajar, existe un infierno que el indigno André Poulain me iba a hacer sentir.
–André,
recojed por favor todos los dibujos. Recordad todos que los dos más brillantes
los incluiremos en el estatuario del palacio, o en las fuentes –Aquello causó
gran regocijo entre nosotros y yo rogué a los cielos para que mi obra, lo que
de un efímero pensamiento había salido, pudiese tornar en perpetua piedra para
la contemplación de las generaciones futuras.
Todos iban
entregando sus hojas a André mas cuando le di la mía, dio dos pasos, la miró,
hizo un extraño ademán y luego rompió en risas, en carcajadas más bien.
–¿Qué es lo
que ocurre? –Demandó el maestro Frémin haciéndose eco de mis pensamientos.
–¡Ja, ja, ja,
ja,! ¡Mirad! ¡Mirad todos! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Mirad lo que llega a la
inspiración de los españoles! ¡Ja, ja, ja! –Reía el estúpido… y entonces lo fue
girando.
A medida que
lo iba haciendo, quienes la presenciaban estallaban hirientes risotadas que yo
no comprendía, pues mi grabado no merecía tales chanzas. Cuando lo vi… me puse
en pie y grité encolerizado la verdad: –¡Yo no he dibujado tal cosa!
La maldita
lámina dibujaba un par de asnos, perfectos en su ejecución salvo por sus
caricaturizadas caras, con torpes risas y grotescos dientes… y los tales asnos
estaban en pleno acto de la cópula.
–¡Manuel!
–gritó furioso el maestro, arrebatando de las manos el papel a André.
–¡Maestro
yo no he hecho tal cosa! –Me defendí.
–¡Pues
para no haberlo hecho te ha quedado perfecta! ¡Incluso, tu firma! –La tal
aseveración hizo que la risión se redoblase– ¡Basta! ¡Basta ya! ¡Callad todos!
El maestro me
arrojó aquella lámina y al tomarla vi que, efectivamente alguien había simulado
a la perfección mi firma. Y ese alguien solo podía ser uno, quien estaba
recogiendo las hojas y había dado el cambiazo. –¡Esto lo ha hecho André! –Grité.
–¡¿Cómo te
atreves?! ¡Paleto! –gritó él al instante– ¡Lleva tu propia firma!
–¿Cómo osas
acusar a un compañero de tus propios actos? –demandó el maestro.
–Pero… ¡Maestro,
yo no he sido! ¡Os lo juro por…!
–¡No jures!
¡Aquí no se jura! Tendrás tu castigo por esto. Grabarás en los pedestales de
cada una de las estatuas qué son y quién las ha esculpido, si yo o el maestro
Jean Thierry.
–¡Maestro, eso
una labor de aprendices! –Protesté yo.
–Lo sé.
Precisamente por eso te lo ordeno. Te hace falta una cura de humidad que
apacigüe tu orgullo.
–Pero maestro…
–intenté protestar, empero él alzó su mano, teniendo mi verba.
–Trabajarás
dos horas más al día. Cuando todos concluyan su jornada, la tuya continuará,
cincelando esas letras.
–Maestro,
cuando acabamos la jornada casi ya no hay luz–. Defendióme uno de los míos.
–Para lo que
ha de hacer no hacen falta muchas luces–, intervino el maldito André Poulain,
desatando de nuevo las risas de los que mal me querían.
–¡Basta! –Zanjó
el maestro–. Y ahora volved todos a la faena.
El hijo de
perra de André Poulain me miró malévola y complacidamente por lo bajo mientras
marchaba
–Tu correctivo
Manuel, comenzará hoy mismo–. Sentenció mi maestro
Y esa misma
tarde comenzó. Me hice un sombrero especial, con un pequeño cobre pulido y una
vela que ponía delante para que me alumbrare y abordé la humillante tarea
encomendada. Así un día y otro, y otro... y otro. Durante la jornada era casi
un experto, esculpiendo las estatuas solo a falta de que los maestros rematasen
los detalles del rostro, las manos o los pormenores en escudos, armaduras o
atributos de dioses y héroes, mientras que al atardecer me convertía en un reo
lego, que solo tallaba estúpidas letras en pedestales; Apolo, el fuego, la
tierra, el agua, la religión, Anfitrite, Neptuno, la fidelidad, Asia, Hismenias
y Saturno… rezaba en cada uno de sus pedestales y debajo Renato Frémin.
Mientras que en otras; el invierno, la gloria de los príncipes, Europa,
América, Venus, Belona, etcétera, grababa su autoría al maestro Thierry.
Huelga decir
que durante todo ese tiempo las chanzas de los franceses contra los españoles
en general y contra mí en particular, no cesaban. Bueno, solo cuando don Renato
se acercaba, pues don Juan Thierry era muy afecto de los de su raza y les reía
las gracias y les apoyaba en muchas dellas.
El día que
colmó el vaso fue en una disputa en la hora del almuerzo. Los franceses se
ufanaban mucho de que nos habían enseñado todo lo que sabíamos, de que si ellos
no hubieran venido, nosotros seguiríamos cortando leños en los pinares y
viviendo poco menos que como salvajes. Nosotros les dijimos que no era una mala
manera de vivir, que al menos éramos felices y no estábamos todo el día en
competencia los uno con los otros y sin casi tiempo de vivir y solo de
trabajar. Ellos nos motejaron de vagos y nosotros a ellos de afeminados, que el
poco tiempo que tenían libre lo pasaban mirándose en espejos y atusándose cuan
si en vez de hombres, damitas de la corte fueren. De no haber llegado en ese
mismo momento el maestro Frémin no sé qué habría pasado, pues los ánimos
estaban calientes y como era la hora de comer, cada quién asía su cuchillo.
Nos dispersó.
Ordenó que tornáremos al trabajo y dijo que era la última ocasión que toleraba
eso en su casa. Que la próxima vez comenzaría a expulsar gente del taller.
Nadie puso
palabra tras la suya… excepto el de siempre, el perro maldito de André Poulain,
que como siempre, tenía que quedar por cima, como el aceite–. Al menos nos
reconocemos en los espejos esos españoles… inútiles, no serían capaces ni de
reconocer su propia efigie en un espejo–. Susurró cuando pasaba yo a su lado.
Estoy seguro
de que lo hizo para enervarme y que le atacare o algo así, causando mi ruina y
la deshonra de los españoles. Mas no entré a su trapo… ese día.
Entre tanto,
seguía yo con mi pena que aún no me había sido levantada, de tallar letras en los
pedestales y aconteció que se nos encargó realizar una estatua muy particular.
Se trataba de realizar una copia de una hermosa obra que se exponía en los
jardines de Versalles. El maestro Frémin nos enseñó el hermoso dibujo en el que
un hombre con los dedos apresados por un árbol, era devorado por un fiero león.
–Representa a Milón
de Crotona, uno de los atletas olímpicos más famosos de la antigua Grecia. La
escultura muestra la muerte del atleta. Según la leyenda, Milón, ya anciano,
quiso mostrar su fuerza abriendo en dos el tronco de un árbol que se encontraba
fracturado. Pero él ya no era lo que fue, de modo que su mano quedó atrapada.
Sin poder escapar de allí, termino siendo devorado por las bestias. Les
ruego observen la terrible escena, su dramatismo, la violencia y la tensión
muscular con que ha sido cincelada. Observen su lucha, tanto interna, como
física, en el rostro y en los músculos de Milón, quien viéndose atrapado por el
tronco, no puede defenderse de la fiera que lo ataca, viéndose así castigado por
su presunción y su orgullo. Esa es la alegoría que esta escultura enseña.
Era de lo más
hermoso que adornaría los jardines y en seguida tanto nosotros los castellanos, como los franceses quisimos
cincelarlo, empero el maestro, una vez más se lo dio a los gabachos. Con lo que
nosotros nos vimos heridos y menospreciados pues habíamos adquirido habilidad
suficiente para llevarlo a cabo. André Poulain, hijo de cien padres me miró con
superioridad y desprecio. No lo podía evitar.
Como se hacía
con todas las esculturas, se devastaba la tosca piedra de mármol, dando la
preforma de lo que sería la escultura. Eso lo hacían los menos expertos. Luego
los alumnos más aventajados se iban acercando a la forma final, dejando ya
adivinar cómo quedaría la escultura. Los que casi éramos maestros, como yo, cincelábamos
las partes menos importantes de ella: cabellos, espaldas, armas y luego bien el
maestro Frémin o el maestro Thierry finalizaban la escultura, las manos, la
cara, los músculos, las venas… A este Milón lo finalizaría don Renato en
persona.
En menos de un
mes los franceses hubieron dejado lista la piedra para que entrase en ella el
maestro quien acostumbraba a dejar para lo último el rostro y eso… Dios me
perdone… fue mi ruina. Os explico por qué:
Una oscura
tarde de tormenta el maestro ordenó a todos abandonar las tareas antes de
tiempo, por falta de luz… menos a mí, que seguía con mi pena de dejar los
malditos pedestales letrados. En cuanto todos hubieron marchado, me fui a la
hermosa obra del Milón de Crotona. Era maravillosa, la tensión en los músculos,
la lucha del héroe por escapar de la bestia marcando todos sus músculos, usando
infructuosamente toda su fuerza, la fiereza de la bestia que ya le devoraba, y
el rostro aún en piedra tosca –“ viéndose así castigado por su presunción y su
orgullo. Esa es la alegoría que esta escultura enseña”–, nos había dicho el
maestro Frémin. La miré y remiré, era casi perfecta, las contorsiones en
dolorosa agonía, eran estremecedores. Se veía que aquel hombre fuerte sufría
terriblemente por el dolor, dolor que hinchaba sus músculos, tensionándolos a
la par que su pecho se elevaba para intentar contener ese dolor. Al punto vi el
rostro en mi mente, el que debía tener, cómo debería ser: Lleno de aterrador
dramatismo; mostrando las emociones humanas desatadas en su última agonía; los
ojos desorbitados; la boca abierta mostrando a la par terror, culpabilidad e
indignación por haber recibido un inmerecido castigo… y todo ello, en la faz de
André Poulain.
A la mañana
siguiente cuando todos retomábamos las tareas en el taller, empezó a llegar un
rumor, de la parte de los franceses, de la parte donde se encontraba el Milón
de Crotona. El rumor subía en intensidad, en fuerza y había un hombre gritando…
y gritaba mi nombre.
Todos se
precipitaron hacia allí, menos yo, que seguí muy tranquilo en mi sitio.
Al momento, en
el gran barullo montado alrededor del viejo atleta apareció el maestro don
Renato Frémin colocándose la peluca apresuradamente.
–¡¡Manueeeel!!
–Chilló.
Los españoles
llegaron y me abrazaron, me auparon entre vivas y alzándome entre todos me
llevaron en volandas, y no es un modo de hablar, ante el maestro Frémin. Los
franceses chillaban, braceaban, berreaban mostrando el rostro que yo había
esculpido por la noche. Sí, era el de André Poulain.
El maestro
intentó calmar la agitación de sus compatriotas, mas esta vez no le fue fácil.
Eran presa del furor, la indignación, la vejación, la cólera, y en común
frente, encabezados por el más insultado, querían venirse hacia mí, mas los
españoles me hicieron barrera ocultándome tras ella.
–¡Basta!
¡Basta! ¡¡Bastaaaa!!–Gritó René Frémin sacando su sable. A la visión del acero,
nunca antes esgrimido ante nosotros, los dos grupos callamos– ¡Fuera de aquí! ¡Todos!
¡Al trabajo! ¡Y, ay de aquel que roce un pelo de otro! ¡Marchad! ¡Ya! –Todos
dimos media vuelta–. Manuel, tú no–, ordenó tras enfundar de nuevo su espada.
Se acercó del
todo nariz con nariz, al rostro cincelado con nocturnidad y alevosía,
examinándolo, escrutándolo– ¿Cómo… cómo… has podido hacer eso?
Agaché la
cabeza culpable–. Yo… lo siento maestro, yo… es que…
–Te estoy
preguntando, cómo has podido hacer esto, así de… perfecto, sin casi… sin casi
luz… Lo cincelaste casi a ciegas. ¿Cómo… cómo has podido hacerlo? –Lejos de
estar enfadado, mi mentor parecía fascinado mirando el rostro de Poulain.
–… Pues… no
sé, maestro.
–Lo ves en tu
mente ¿verdad? Lo ves incluso a ciegas, lo que quieres esculpir. Está en tu
cabeza en tres dimensiones que manejas a tu antojo. Tocas el mármol, lo sientes
y casi con los ojos cerrados, plasmas en él lo que hay en tu cabeza ¿Verdad?
Era verdad–. Sssí…
maestro.
–Sí, ya sé que
sí. Solo… solo los genios hacen eso. Desde el primer momento en que te vi
cuando eras un niño, hacer en arcilla el rostro de tu madre… sabía… sabía que
no me equivocaría contigo y que… este día tendría que llegar.
–No os
entiendo maestro.
–¡Ay del
alumno que no supera a su maestro! no entiendes lo que has hecho, has hecho
algo, algo maravilloso… mas algo, que solo nos corresponde ejecutar a mí o al maestro
Thierry y lo has hecho insultando a un compañero. Los franceses me pedirán tu
cabeza. Eres mi mejor alumno, siempre lo has sido, mas… créeme que lamento
mucho decirte que esto ha legado demasiado lejos. Tendrás… tendrás que marchar
del taller.
El alma se
congeló en mi cuerpo y luego cayó a mis pies haciéndose añicos –Maestro… este
taller… esculpir… es mi vida.
–Lo siento
hijo, muchísimo, mas para mi desdicha, no hay cabida aquí ya para ti.
–Pero… pero…
yo…–. No encontraba palabras, sabía que lo que había hecho estaba mal. Nunca
pensé que dar el escarmiento que merecía el maldito André Poulain me iba a
acarrear tan funesta y definitiva consecuencia –. Maestro, si me expulsáis sin
más del taller más célebre de Castilla, me cerrará las puertas de cualquier
otro.
Mi maestro asintió
sin dejar de mirar el rostro de Milón. Luego suspiró, profundamente, como quien
busca una solución que no encuentra.– Llevas razón –se rascó la cabeza, y al
hacerlo cual si mágica lámpara hubiere frotado, pareció acudir a ella una idea –Hay
un hombre a quien hice grueso favor en el pasado, que le hizo quedar muy bien
ante su majestad y medrar grandemente en su corte. Me juró que siempre estaría en
deuda conmigo: Don Fadrique Vicente Álvarez de Toledo, IV marqués de Villanueva
de Valdueza y es un gran mecenas. Te extenderé una carta de recomendación–.
Luego, el maestro se acercó a mí, cambió su severo gesto, me sonrió y me acarició
el rostro. Sus ojos titilaban –Te he criado y enseñado como a un hijo. Sé digno
de mí.
Días después,
tras despedirme de mis compañeros, de mi madre y mis hermanas, marché por los
caminos hasta llegar al palacio de don Fadrique do, ciertamente, la carta que
portaba me abrió sus puertas. Trabajé mucho para él y además me lancé al arte
de la pintura. Mi mecenas me relató las increíbles hazañas de su bisabuelo, el
primer marqués de Villanueva de Valdueza, para que captare su espíritu y le
pintare un cuadro que narrare los orígenes de su linaje. Aquel hombre, su
bisabuelo, había vivido aventuras sin par en todos los mares del orbe. Fue Capitán General de la Armada del mar
océano, de la guardia de Indias, de las gentes de guerra del reino de Portugal,
caballero de la orden de Santiago, comendador mayor de Castilla y por supuesto,
marqués de Villanueva de Valdueza. A sus órdenes se formaron y se prepararon hombres
y flotas para la guerra. A su mandato acudieron prestas y siempre fieles las
escuadras de todos los rincones de las Españas: la de las Cuatro Villas, la de
Vizcaya, la de Guipúzcoa, la de Portugal, la de Tierra Firme… siempre fue
ganador del berberisco, azote para el pirata, verdugo del holandés, temor del
inglés, espanto del turco y odiado por el francés. En todo momento y lugar,
para mayor gloria y honor de España, les derrotó. Jamás ellos lo hicieron con
él. Aquel antepasado de mi benefactor se llamó Fadrique de Toledo y Osorio.
Como se me
encargó, pinté el cuadro con sus hazañas. Yo soy un simple escultor, un artista,
mas su épica vida es una historia que ciertamente merece ser contada, conocida
y narrada. Lo será, y si sois de natural curioso y paciente la conoceréis en
breve, mas esa historia… es ya otra historia…
Como se indica
en el relato, todas las estatuas que se encuentran en los jardines del Palacio
de San Ildefonso tienen por detrás de su pedestal grabado qué son y qué maestro
las esculpió. No obstante me he tomado la licencia de decir que fue el bueno de
Manuel quien las grabó, cuando en realidad lo hizo un nieto de Hubert Dumandré,
el director de los trabajos de escultura a finales del reinado de Felipe V,
hacia 1746
En 1738 el
maestro Frémin solicitó la venia real para retornar a Paris y como indican las
crónicas: “la consiguió muy bien remunerado y provisto”
Quizá
sorprenda en este relato el que se indique que el rey Felipe V vivía en el
palacio de Valsaín durante las obras del de La Granja y que también el taller
de escultura se hallaba en él. Esto es cierto. Solemos pensar que cuando se
quemó el palacio de Valsaín lo hizo por completo, pero en el incendio ardió
solo el lado de poniente, quedando el resto casi intacto. En lugar de
reconstruirlo fue expoliado para construir el actual palacio de San Ildefonso,
pues el rey prefería este otro lugar. Buena parte de sus sillares de piedra,
rejas, puertas, plomo, pizarras, vigas e incluso los bojes de su jardín, fueron
usados en la nueva morada real.
Por otro lado,
a nosotros, los de La Granja y Valsaín siempre nos han contado desde pequeños que
el palacio lo quemó Juana la Loca. Difícilmente pudo hacerlo, pues cuando el
palacio ardió en 1682 esta reina de Castilla (tan maltratada por sus
contemporáneos y por la historia) llevaba ya muerta 127, pues falleció en 1555.
¿Quién repara
en las estatuas cuando va a los jardines de La Granja? La escultura de Milón de
Crotona se encuentra frente a la fachada del palacio, a la izquierda del
parterre de la cascada nueva. Según reza en su pedestal, fue elaborada por Renato
Frémin y es una copia de la que había en Versalles, obra de Pierre Puget y en
la actualidad se puede admirar en el museo del Louvre de París.
En los
jardines de La Granja ocurre lo que en tantos lugares, aquí nunca mejor dicho, que
los árboles no nos dejan ver el bosque. Además de la innegable belleza del
lugar y de la grandiosidad de sus fuentes, el jardín está lleno de estaturas y
jarrones… pero de estaturas y jarrones que, si se observa con ojo atento, cuentan
cosas...
Invito a todos
los lectores a que, un día de paseo, disfruten de la observación de las
estatuas que adornan los jardines, a escuchar sus historias, a que se dejen
llevar por lo que observen… a dejar volar su imaginación, ¿Quién las creó? ¿Qué
vida pudo tener? ¿Qué nos quiso contar con esa escultura?... decía Santa Teresa
que la imaginación “es la loca de la casa” dejémosla libre pues, que “haga el
loco” a su antojo. Quién sabe, contemplando alguna de esas bellas estatuas u
ornamentados jarrones, puede salirnos algún relato, que luego podamos contar…
¡¡Quedaros con la copla del último personaje que aparece: don Fadrique de Toledo y Osorio. Él es uno de los protagonistas de mi próxima novela!!
Tanto si te ha
gustado, como si te ha disgustado este relato, te invito a dejarme tus
comentarios en:
–Mi perfil de
Facebook: Ricardo Fernández González
–En twitter
en: @Letrasconalma
–… Y si nos
encontramos por la calle, desde luego, también. Y con más motivo.